Alérgico a la ostentación, a
los don, a los señor y a
cualquier fórmula de cortesía que indique jerarquía. Discreto en la formas -162
centímetros y un peso pluma- y en el fondo. Es de los que prefiere el estilo
directo, mirar a los ojos, dar la mano con fuerza. A Pedro Casaldáliga no le gusta que le llamen obispo,
ni monseñor, ni padre. Sólo Pedro.
Pero no se engañen, esas cinco letras
con sus dos vocales y tres consonantes, cuando resuenan en São Félix do
Araguaia, un pueblo amazónico del estado brasileño de Mato Grosso, dejan de ser
un nombre y se convierten en una institución. En una forma de entender la vida,
del lado de los que siempre pierden y enfrentándose a los que siempre ganan.
Sin romanticismo ni buenas palabras. Con hechos, manchándose las manos.
No en vano pasó por 10 malarias,
siete tiroteos, incontables amenazas de muerte y cinco intentos de expulsión
del país. Vio cómo torturaban a sus compañeros, enterró a centenares de
campesinos e indígenas y salvó la vida de otros tantos. Alfabetizó a adultos y
niños, recuperó tierras para sus labradores, dio salud y educación a un lugar
al que no llegaba el Estado, a esa «tierra sin ley» que recuerda el padre
Saraiva, uno de los agustinos que todavía le acompaña.
Son las siete y cuarto de la mañana
del martes. Quedan tres días para que Pedro Casaldáliga cumpla 90
años, y caravanas con fieles de todo Brasil están de camino para festejar la
fecha. Hace apenas un mes cumplió otro aniversario, su medio siglo de vida en
São Félix do Araguaia, el pueblo al que llegó como misionero, en el que se hizo
obispo a regañadientes y donde hoy le llaman «el profeta vivo de los pobres».
Casaldáliga y São Félix son dos caras de la misma moneda. Uña y carne. Aquí el
padre claretiano pudo hacer sus tres pequeñas-grandes revoluciones: la
eclesiástica, la popular y la humana. Puso en práctica la Teología de la
Liberación y se centró en rescatar y dar apoyo a los excluidos más que en
evangelizarlos. Colocó en el mapa una tierra perdida de Brasil y les dio nombre
a las heridas de un país que son las mismas que las de su continente: la lucha
por la tierra, la desigualdad, la justicia para unos pocos. Nunca más ha dejado
São Félix porque el verbo abandonar no existe en el diccionario de este catalán
e hijo de campesinos catalanes que todavía le pide a Diolice -su cocinera, que
a veces hace de madre- pan con tomate para desayunar.
Comienza el rezo
A esas horas del día ya se sienten
los 32 grados en el cuerpo. Apenas dos perros típicamente de pueblo -por ese
gesto triste de pertenecer a todos y a nadie- ocupan la avenida Governador José
Fragelli. En el número 1.310 la puerta está abierta. La casa del que fuera el
primer obispo de la región no se distingue de la de sus vecinos. Entramos. El
rezo va a comenzar.
El hombre que
gesticulaba con los brazos bien abiertos y el dedo índice levantado está
hecho hoy un ovillo en su silla de ruedas. Sus manos huesudas se abrazan y el
anillo de madera de Tucum (que simboliza la causa indígena) con el que le
nombraron obispo -renegó del de oro- destaca entre el blanco nieve de sus
dedos. Su cabeza antes erguida, con ese gesto del que siempre busca algo, ahora
se acuesta hacia la derecha. Sus ojos grandes como globos detrás de las gafas
de miope miran curiosos, siguen buscando.
Los temblores del párkinson que
padece desde hace 10 años le han obligado a un silencio que sólo a veces
consigue romper con pequeños gestos y escasísimas palabras. Casaldáliga es un
saquito de huesos que cuando escucha la palabra «indio» se incorpora como si le
llamaran a él. Si le hablan de España, se revuelve en la silla como para decir
«me importa», y al nombrar «reforma agraria» -la pelea que le trajo a Brasil y
por la que ha dado la vida- estira la mano y toma con fuerza el brazo de la
periodista. A pesar de la cárcel en la que se ha convertido su cuerpo, este
hombre que siempre tuvo el porte de un jockey de
hipódromo y el estilo austero del misionero, todavía encuentra los atajos para
decirnos eso de «no abandono».
Todos los días a la siete y media de
la mañana, Pedro y los
tres agustinos con los que vive rezan para recordar a los mártires de
América Latina. Este martes 13 homenajean al sacerdote Francisco Soares,
asesinado por defender a los pobres de Argentina. Ijaní, el indio karajá que cuida del religioso catalán, se pelea
con los mosquitos que quieren posarse sobre la frente del obispo, que aunque
hoy se ha levantado un poco dormido, consigue santiguarse y recitar el
padrenuestro.
La capilla, al igual que el resto de
la casa, es un museo de la memoria del continente americano. Una mesa de madera
en el medio con un mantel rojo y verde de los indios mexicanos. Al fondo guarda
dos reliquias especiales: un poco de sangre de monseñor Romero y un pedacito de
cráneo de Ellacuría, ambos asesinados. En todos los rincones
cuelgan recuerdos de luchas latinoamericanas: un afiche de la
reunión de Pueblos Indígenas; un poema del propio Pedro contra el latifundio,
otro pecado capital según el obispo; una cruz de paja con forma de campesino y
carteles de la guerrilla sandinista nicaragüense: «La revolución más bonita y
cristiana que jamás he visto», dijo en su día.
Ijaní, que le limpia, le ayuda con la
comida, le levanta y le acuesta, nos dice que Pedro está lúcido pero que a
veces le gusta vivir en el pasado. Así explica que de repente le pida que lo
lleve a Santa Teresinha, aquel pueblo en el que se enfrentó por primera vez a
terratenientes que tenían latifundios del tamaño de Asturias entera. También le
dice que lo vista para ir al Centro Comunitario, el lugar en el que se hacían
las reuniones de la Prelatura, donde organizaban el calendario de las próximas
batallas. Después están esos días en los que quiere llamar a la Policía Federal, con quienes hablaba de vez en cuando para
informarles de una nueva amenaza de muerte. Lleva toda la vida
esquivándolas y la vejez y el párkinson no han frenado las ansias de venganza
de sus enemigos.
Fueron a matarlo
En 2012 la Policía lo escondió
durante dos meses porque los terratenientes de la región querían matarle por
haber ayudado a los indios xavantes a
recuperar sus tierras. Pero la puerta de José Fragelli 1.310 nunca dejó de
estar abierta. Este martes y este miércoles le visitaron 11
personas entre fieles y vecinos. Dos caciques indígenas le pedían su
bendición, cuatro fieles le acompañaron en el rezo del día y cinco mujeres
indígenas llegaron a la hora del almuerzo para comer un poco de frijoles con
arroz. «Toda la vida me ha dicho que si hay comida hay que darla, y yo
obedezco», dice Diolice, la cocinera que aprendió a hacer tortilla de patatas
para alegrar el día de Pedrinho, como le
llama cariñosamente.
Pocos objetos pueden salvar la vida
de un hombre y cambiar la de un pueblo. No exageramos si decimos que la Lexicon
80, una máquina de escribir que llegó en el 1969 a São Félix de Araguaia,
consiguió ambos objetivos. Pedro Casaldáliga, tan espiritual como político,
hizo de la escritura su forma de comunicarse con el mundo, su
vehículo de denuncia y el espacio para dar rienda suelta a la poesía, el otro
alimento que le ha mantenido vivo.
De esa Lexicon salió la polémica
carta pastoral Una iglesia del Amazonas contra el latifundio
y la marginación social que quiso publicar el mismo día en que
se consagró como obispo, para que esos honores que poco le interesaban
sirvieran al menos para dar publicidad a sus causas. Gracias a esa máquina de
escribir se supo que en Brasil había trabajo esclavo, que los terratenientes robaban las tierras de los campesinos y que
también los mataban y pedían sus orejas como prueba de muerte.
Contó Pedro que la dictadura militar
de la época no sólo torturaba y asesinaba a guerrilleros, también tenía por víctimas a indios, sacerdotes y a
cualquiera que osara rebelarse.
Gracias a esa Lexicon 80 decenas de
jóvenes de todo Brasil decidieron trabajar con el «obispo que defiende a los
vagos», como decía la portada del diario la Jornada de Brasilia. Ese fue el
titular que leyó la estudiante de Derecho Maria José Souza, Zezé para los
amigos, y que la hizo decidirse marchar a São Félix do Araguaia para conocer al
misionero catalán. Lo mismo le pasó a Agueda Aparecida, que salió de Minas
Gerais con su título de maestra para ayudar en la Prelatura de Araguaia. Fue
así como el autor de El vuelo del quetzal:
espiritualidad en Centroamérica y Sonetos neobíblicos hizo su revolución eclesiástica. Ni parroquias ni párrocos.
Los 150.000 kilómetros cuadrados que
controlaba el obispado funcionaban en redes comunitarias con una Prelatura
formada por agentes pastorales donde el voto del obispo valía tanto como el de
la monja o el del laico: «Si había algún problema en un municipio nos
enterábamos enseguida, nos reuníamos en asamblea debajo de ese árbol de mango
-señala uno que está pegado a la capilla- y decidíamos qué hacer», nos
cuenta Zezé, que se sienta todas las tardes al lado de Pedro a
leerle durante una hora. «Hoy me ha hecho los comentarios irónicos de siempre»,
nos dijo el miércoles.
Pedro, el salvador
Maria do Carmo, una campesina de
Porto Alegre del Norte que el miércoles de cenizas quiso hacer su visita anual
al «obispo más bueno que haya conocido Brasil», dice que no puede olvidar cómo
Pedro salvó la vida de su marido. Esta mujer negra, 69 años, analfabeta, cuenta
que las gallinas eran las únicas que se ponían tristes cuando llegaba el obispo
a su ciudad: «Sabían que las íbamos a cocinar porque no faltaba un plato de
comida para recibirle», relata con un amago de sonrisa. A la maestra Agueda
Aparecida se le llenan los ojos de lágrimas cuando acaba el rezo de la
mañana: «Él cambió mi vida, me enseñó todos los valores que me sustentan,
yo se los he pasado a mis hijos».
Zezé nos confiesa: «No
es que Pedro me necesite, es que yo le necesito a él». Ya Diolice, la cocinera
a la que el catalán acogió cuando su marido la había abandonado con cuatro
niñas pequeñas, va más allá: «En la vida le agradezco a Dios y luego a Pedro».
Él la alfabetizó, la cuidó y le permitió salir adelante. «Lo mínimo que puedo
hacer es acompañarle hasta el último día».
Todas hablan de la constancia, de la perseverancia de su lucha, incluso
en estos días. La tarde del miércoles, él mismo nos lo dijo: «He recorrido
mucho camino, pero me queda por hacer». Eran las seis de la tarde, poco antes de
la cena -la peor hora, dicen sus cuidadores-, pero ese día Pedro Casaldáliga
tenía ganas de hablar y volvió a buscar la mano de la periodista: «Memoria, hay
que cuidar de la memoria histórica», dijo y recostó la cabeza sobre su hombro.
Al despedirnos, en medio de un abrazo, sus ojos como globos miraron fijamente y
sus manos huesudas se movieron como un abanico: «Sin amarras, sé libre».
No hay comentarios:
Publicar un comentario