domingo

LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN (59) - CARLOS CASTANEDA


PRIMERA PARTE “LAS ENSEÑANZAS”
(Una forma yaqui de conocimiento)

VII (3)

La idea de rechazar la pipa y salir corriendo cruzó por un segundo en mi mente, pero don Juan exigió de nuevo -todavía susurrando- que tomara la pipa y fumase. Sus ojos estaban fijos en mí. Pero su mirada era amistosa, preocupada. Resultaba claro que yo había hecho la elección largo tiempo atrás, no había más alternativa que hacer lo que él decía.

Tomé la pipa y casi la dejé caer. ¡Estaba caliente! Me la llevé a la boca con gran cuidado porque imaginé que su calor sería insoportable. Pero no sentí calor alguno.

Don Juan me indicó inhalar. El humo fluyó entrando en mi boca y pareció circular allí. Sentí como si tuviera la boca llena de masa. El símil se me ocurrió aunque nunca había tenido la boca llena de masa. El humo era también como mentol, y el interior de mi boca se enfrió de repente. La sensación fue refrescante.

-¡Otra vez! ¡Otra vez! -oí susurrar a don Juan. Yo sentía que el humo se filtraba libremente dentro de mi cuerpo, casi sin mi control. No necesité más apremio de don Juan. Mecánicamente seguí inhalando.

De pronto don Juan se inclinó y me quitó la pipa de las manos. Con golpes suaves vació la ceniza en el plato de las brasas, luego se mojó el dedo con saliva y le dio vueltas dentro del cuenco para limpiar las paredes de este. Sopló repetidas veces a través del tallo. Lo vi devolver la pipa a su funda. Sus acciones retenían mi interés.

Cuando hubo limpiado y guardado la pipa, me miró, y por vez primera advertí que todo mi cuerpo se hallaba insensible, mentolado. Me pesaba el rostro y me dolían las quijadas. No podía tener cerrada la boca, pero no había flujo de saliva. Mi boca ardía de tan seca, y sin embargo yo no tenía sed. Empecé a percibir un calor insólito encima de toda mi cabeza. ¡Un calor frío! Cada vez que exhalaba, el aliento parecía cortarme los orificios nasales y el labio superior. Pero no quemaba; dolía como un trozo de hielo.

Don Juan estaba sentado junto a mí, a mi derecha, y sin moverse sostenía contra el suelo la funda de la pipa, como impidiéndole elevarse. Mis manos pesaban. Los brazos se me vencían, tirando de los hombros hacia abajo. Mi nariz chorreaba. La limpié con el dorso de la mano ¡y se borró mi labio superior! Enjuagué mi cara y toda la carne desapareció. ¡Estaba derritiéndome! Sentí que mi carne en verdad se fundía. Levantándome de un salto, traté de agarrar algo -cualquier cosa- para sostenerme. Experimentaba un terror nunca antes sentido. Aferré una enorme estaca que don Juan tiene clavada en el piso, en el centro de su cuarto. Permanecí allí en pie un momento; luego me volvía a mirarlo. Seguía sentado, inmóvil, deteniendo la pipa, mirándome con fijeza.

Mi aliento era dolorosamente cálido (¿o frío?). Me asfixiaba. Incliné la cabeza hacia adelante para apoyarla en la estaca, pero al parecer no di en ella: mi cabeza siguió descendiendo más allá del punto donde se encontraba la estaca.  Me detuve casi llegando al suelo. Me enderecé. ¡La estaca estaba allí frente a mis ojos! Intenté nuevamente apoyar en ella la cabeza. Traté de controlarme y de estar consciente, y mantuve los ojos abiertos al inclinarme para tocar la estaca con la frente. Se hallaba a unos centímetros de mis ojos, pero al poner la cabeza contra ella tuve la extraña sensación de estar atravesándola.

Buscando desesperadamente una explicación racional, concluí que mis ojos estaban alterando la distancia, y que la estaca debía hallarse a tres metros, aunque yo la viera frente a mi cara. Entonces concebí otra forma lógica y racional de corroborar la posición de la estaca. Empecé a caminar de lado en torno a ella, paso a pasito. Mi idea era que, rodeando así la estaca, no me sería en forma alguna describir un círculo mayor de metro y medio en diámetro; si la estaca se encontraba en realidad a tres metros de mí, o afuera de mi alcance, llegaría el momento en que yo le diera la espalda. Confiaba en que, en ese instante, la estaca se desvanecería, porque de hecho estaba detrás de mí.

Procedí entonces a rodear la estaca, pero durante toda la vuelta siguió frente a mis ojos. En un arranqué de ira la agarré con ambas manos, pero mis manos la atravesaron. Estaba agarrando el aire. Calculé cuidadosamente la distancia hasta la estaca, Concluí que sería menos de un metro. Es decir, mis ojos la percibían como un metro. Jugué un momento con mi percepción de profundidad moviendo la cabeza de un lado a otro, enfocando por turno cada ojo, primero sobre la estaca y luego sobre lo de atrás. Según mi manera de juzgar la profundidad, la estaca se hallaba sin duda frente a mí, posiblemente a un metro. Estirando los brazos para proteger mi cabeza, embestí con todas mis fuerzas.

La sensación fue la misma: atravesé la estaca. Esta ocasión fui a dar contra el piso. Me levanté. Y esa fue tal vez la más insólita de todas las acciones que ejecuté aquella noche. ¡Me levanté con el pensamiento! No usé, al levantarme, mis músculos ni mi esqueleto en la forma que acostumbro, porque ya no tenía control sobre ellos. Lo supe en el instante de chocar contra el piso. Pero mi curiosidad con respecto a la estaca era tan fuerte que me “levanté con el pensamiento” en una especie de acción refleja. Y antes de haber tomado plena conciencia de que no podía moverme, estaba ya de pie.

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