PRIMERA
PARTE “LAS
ENSEÑANZAS”
(Una forma yaqui de conocimiento)
VII
(3)
La idea de rechazar la
pipa y salir corriendo cruzó por un segundo en mi mente, pero don Juan exigió
de nuevo -todavía susurrando- que tomara la pipa y fumase. Sus ojos estaban
fijos en mí. Pero su mirada era amistosa, preocupada. Resultaba claro que yo
había hecho la elección largo tiempo atrás, no había más alternativa que hacer
lo que él decía.
Tomé la pipa y casi la
dejé caer. ¡Estaba caliente! Me la llevé a la boca con gran cuidado porque
imaginé que su calor sería insoportable. Pero no sentí calor alguno.
Don Juan me indicó
inhalar. El humo fluyó entrando en mi boca y pareció circular allí. Sentí como
si tuviera la boca llena de masa. El símil se me ocurrió aunque nunca había
tenido la boca llena de masa. El humo era también como mentol, y el interior de
mi boca se enfrió de repente. La sensación fue refrescante.
-¡Otra vez! ¡Otra vez!
-oí susurrar a don Juan. Yo sentía que el humo se filtraba libremente dentro de
mi cuerpo, casi sin mi control. No necesité más apremio de don Juan.
Mecánicamente seguí inhalando.
De pronto don Juan se inclinó
y me quitó la pipa de las manos. Con golpes suaves vació la ceniza en el plato
de las brasas, luego se mojó el dedo con saliva y le dio vueltas dentro del
cuenco para limpiar las paredes de este. Sopló repetidas veces a través del
tallo. Lo vi devolver la pipa a su funda. Sus acciones retenían mi interés.
Cuando hubo limpiado y
guardado la pipa, me miró, y por vez primera advertí que todo mi cuerpo se
hallaba insensible, mentolado. Me pesaba el rostro y me dolían las quijadas. No
podía tener cerrada la boca, pero no había flujo de saliva. Mi boca ardía de
tan seca, y sin embargo yo no tenía sed. Empecé a percibir un calor insólito
encima de toda mi cabeza. ¡Un calor frío! Cada vez que exhalaba, el aliento
parecía cortarme los orificios nasales y el labio superior. Pero no quemaba;
dolía como un trozo de hielo.
Don Juan estaba sentado
junto a mí, a mi derecha, y sin moverse sostenía contra el suelo la funda de la
pipa, como impidiéndole elevarse. Mis manos pesaban. Los brazos se me vencían,
tirando de los hombros hacia abajo. Mi nariz chorreaba. La limpié con el dorso
de la mano ¡y se borró mi labio superior! Enjuagué mi cara y toda la carne
desapareció. ¡Estaba derritiéndome! Sentí que mi carne en verdad se fundía.
Levantándome de un salto, traté de agarrar algo -cualquier cosa- para
sostenerme. Experimentaba un terror nunca antes sentido. Aferré una enorme
estaca que don Juan tiene clavada en el piso, en el centro de su cuarto. Permanecí
allí en pie un momento; luego me volvía a mirarlo. Seguía sentado, inmóvil,
deteniendo la pipa, mirándome con fijeza.
Mi aliento era
dolorosamente cálido (¿o frío?). Me asfixiaba. Incliné la cabeza hacia adelante
para apoyarla en la estaca, pero al parecer no di en ella: mi cabeza siguió descendiendo
más allá del punto donde se encontraba la estaca. Me detuve casi llegando al suelo. Me
enderecé. ¡La estaca estaba allí frente a mis ojos! Intenté nuevamente apoyar
en ella la cabeza. Traté de controlarme y de estar consciente, y mantuve los
ojos abiertos al inclinarme para tocar la estaca con la frente. Se hallaba a
unos centímetros de mis ojos, pero al poner la cabeza contra ella tuve la
extraña sensación de estar atravesándola.
Buscando desesperadamente
una explicación racional, concluí que mis ojos estaban alterando la distancia,
y que la estaca debía hallarse a tres metros, aunque yo la viera frente a mi
cara. Entonces concebí otra forma lógica y racional de corroborar la posición
de la estaca. Empecé a caminar de lado en torno a ella, paso a pasito. Mi idea
era que, rodeando así la estaca, no me sería en forma alguna describir un
círculo mayor de metro y medio en diámetro; si la estaca se encontraba en
realidad a tres metros de mí, o afuera de mi alcance, llegaría el momento en
que yo le diera la espalda. Confiaba en que, en ese instante, la estaca se
desvanecería, porque de hecho estaba detrás de mí.
Procedí entonces a rodear
la estaca, pero durante toda la vuelta siguió frente a mis ojos. En un arranqué
de ira la agarré con ambas manos, pero mis manos la atravesaron. Estaba
agarrando el aire. Calculé cuidadosamente la distancia hasta la estaca, Concluí
que sería menos de un metro. Es decir, mis ojos la percibían como un metro.
Jugué un momento con mi percepción de profundidad moviendo la cabeza de un lado
a otro, enfocando por turno cada ojo, primero sobre la estaca y luego sobre lo
de atrás. Según mi manera de juzgar la profundidad, la estaca se hallaba sin
duda frente a mí, posiblemente a un metro. Estirando los brazos para proteger
mi cabeza, embestí con todas mis fuerzas.
La sensación fue la misma:
atravesé la estaca. Esta ocasión fui a dar contra el piso. Me levanté. Y esa
fue tal vez la más insólita de todas las acciones que ejecuté aquella noche.
¡Me levanté con el pensamiento! No usé, al levantarme, mis músculos ni mi
esqueleto en la forma que acostumbro, porque ya no tenía control sobre ellos.
Lo supe en el instante de chocar contra el piso. Pero mi curiosidad con
respecto a la estaca era tan fuerte que me “levanté con el pensamiento” en una
especie de acción refleja. Y antes de haber tomado plena conciencia de que no
podía moverme, estaba ya de pie.
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