Charles Baudelaire murió
en París, pero escribió su final en Bruselas. Allí huyó el el 24 de abril de
1864, dejando en Francia un buen reguero de deudas y escapando de toda la
polémica que había suscitado la aparición de «Las flores del mal», quizá el más
importante poemario –y el más polémico– de la modernidad europea. Pensaba que
allí, lejos del ruido francés, podría publicar los seis poemas que le
censuraron de su libro, además de camelar a algún editor para que financiase
sus obras completas. Tenía, en fin, la esperanza de realzar su figura en un
país extranjero, y Bélgica le ofrecía la posibilidad de dar un ciclo de
conferencias que, al modo de Víctor Hugo, lo convirtiese en un ídolo allí. Pero
nada salió como pensaba.
En principio, Baudelarie
planeaba quedarse allí unas semanas, pero el empeoramiento repentino de su
salud trastocó sus planes y se tuvo que quedar en la ciudad belga dos años. Tal
y como cuenta Antonio Pizza en «Habitantes del abismo» (Ediciones Asimétricas),
sufrió una parálisis general que le privó de movimiento durante este periodo y,
además, su estado mental empezó a mostrar fuertes indicios de desequilibrio.
Todo esto queda patente en una carta del 3 de febrero de 1865 enviada a su
amiga Paul Meurice:
«Da igual que yo esté en
París, Bruselas o en una ciudad desconocida; lo cierto es que me siento enfermo
y sin cura. Hay en mí una misantropía que no procede del mal carácter sino de
una sensibilidad demasiado aguda».
No era para menos. Su
espíritu no hacía más que reflejar sus problemas físicos. Además, las
conferencias también le desencantaron. La primera, que dictó el 2 de mayo de
1864, y que versaba sobre su admirado Eugène Delacroix, tuvo muy buena acogida,
algo que no ocurrió con la segunda. Se le achacó su falta de dotes oratorias y
las dos últimas ponencias programadas acabaron cancelándose. «La presencia de
Charles Baudelaire pasaba casi desapercibida en una Bélgica en la que los
artistas nacionales empezaban a copar la escena cultural en detrimento de los
galos. En pocas semanas se habían esfumado las ilusiones profesionales que
albergaba nuestro autor», relatan Pablo M. López Martínez y Marie-Ange Sanchez
en la introducción de «Pobre Bélgica» (Valparaíso).
A pesar de ello,
Baudelaire tuvo tiempo de dar rienda suelta a sus placeres en Bélgica. Sobre
todo al de importunar y generar polémica. Nos lo relata él mismo en una misiva
dirigida (otra vez) a su amiga Paul Meurice:
«Aquí mismo me hago pasar
por un agente de policía, por pederasta (yo mismo difundí el rumor y me
creyeron), luego me hice pasar por un corrector de estilo de obras
pornográficas enviado por París. Desesperado de que siempre me creyeran,
propagué el rumor de que había matado a mi padre y acto seguido me lo había
comido y que si, además, me habían dejado escaparme de Francia era por los
servicios prestados a la policía. ¡Y me creyeron! Me siento cual pez que nada
por las aguas de la deshonra».
También tuvo tiempo para
trabajar. En esos primeros meses en el país cuando comenzó a dar forma «Pobre
Bélgica», una obra en la que relató de forma satírica el carácter y las
costumbres belgas a mediados del siglo XIX y que dejó inacabada. Y es que su
salud cada vez más estaba más deteriorada: crisis digestivas, neuralgias,
mareos y malestares generalizados). La peripecia belga estuvo marcada de
principio a fin por esos problemas, que no lo abandonarían hasta su muerte en
1867. Una muerte, por cierto, que ya intuía a principios de 1865, cuando le
escribía a su madre lo siguiente:
«La muerte se ha vuelto
en mí una idea fija: sin venir acompañada por miedos ñoños –tanto he sufrido ya
y tanto se me ha castigado que creo que pueden perdonárseme muchas cosas– me
resulta sin embargo odiosa por cuanto reduciría a la nada todos mis proyectos y
por cuanto no he cumplido ni con un tercio de lo que debo hacer en este mundo.
(...) Mi exilio me ha enseñado a pasarme sin cualquier distracción. Carezco aún
de la energía necesaria para trabajar sin interrupciones. Cuando la tenga, me
dará sosiego y ánimo».
Para su desgracia, esa
energía nunca volvería. El 30 de marzo de 1866 sufre un ictus hemipléjico que
empeora su parálisis. En julio de ese año decide volver a París con su amigo
Arthur Stevens. Ya nunca más saldría de la capital francesa ni de la clínica de
la calle del Domo donde ingresó. No volvió a escribir. A principios de 1867
dejó de hablar. Murió el 31 de agosto de 1867. Dos días después, una pequeña
comitiva de 70 personas asistió a su entierro en el cementerio de Montparnasse.
(ABC / 10-3-2018)
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