domingo

LOS CANTOS DE MALDOROR (147) - CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE)


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La madre ya no conserva esperanzas; con todo, se adueña de otro libro, y el timbre de su voz de soprano resuena melodiosamente en los oídos del producto de su concepción. Pero, después de algunas palabras, la domina el desaliento y por sí misma deja de interpretar la obra literaria. El primogénito exclama: “Voy a acostarme”. Se retira con los ojos bajos fríamente fijos, sin agregar nada más. El perro empieza a lanzar un lúgubre ladrido, pues no le parece natural esa conducta, y el viento del exterior, penetrando desigualmente por la fisura longitudinal de la ventana, hace vacilar la llama, atemperada por dos cúpulas de cristal rosado, de la lámpara de bronce. La madre pone las manos en su frente, y el padre eleva los ojos al cielo. Los niños lanzan miradas azoradas al viejo marino. Mervyn cierra la puerta de su habitación con doble vuelta de llave y su mano se desliza rápidamente por el papel: “Recibí su carta a mediodía, y le ruego que me perdone si le he hecho esperar la respuesta. No tengo el honor de conocerlo personalmente, y no sabía si debía escribirle. Pero como la descortesía no tiene lugar en esta casa, resolví tomar la pluma y agradecerle calurosamente el interés que se toma por un desconocido. Dios me guarde de no demostrar reconocimiento por la simpatía con que usted me colma. Conozca mis imperfecciones, y eso no me hace más orgulloso. Pero si es inconveniente aceptar la amistad de una persona de edad, también lo es hacerle comprender que nuestros caracteres no son iguales. En efecto usted parece tener más años que yo, puesto que me llama joven, pero con todo conservo dudas sobre su verdadera edad. Pues, ¿cómo conciliar la frialdad de sus silogismos con la pasión que se desprende de ellos? Por supuesto, no abandonaré el lugar que me ha visto nacer para acompañarlo por comarcas lejanas; esto sólo sería posible a condición de pedir previamente a los autores de mis días un permiso impacientemente esperado. Pero como me ha exigido usted que guarde secreto (en el sentido elevado al cubo de la palabra) sobre este asunto espiritualmente tenebroso, obedeceré solícito su indiscutible prudencia. Por lo que opino, no afrontaría con gusto la claridad de la luz. Puesto que parece usted desear que yo deposite mi confianza en su persona (aspiración que no está fuera de lugar, me complazco en manifestarlo), tenga la bondad, se lo ruego, de demostrarme la misma confianza, y de no tener la pretensión de creer que yo estoy tan distante de su modo de pensar como para que pasado mañana por la mañana, a la hora indicada, no concurra puntualmente a la cita. Escalaré el muro que rodea el parque, pues la verja estará cerrada, y no habrá testigos de mi salida. Hablando con franqueza, qué no haría yo por usted, cuyo inexplicable afecto ha sabido manifestarse sin dilación ante mis ojos deslumbrados, especialmente sorprendidos por una prueba tal de bondad, que resulta para mí, sin lugar a dudas, absolutamente inesperada. Ante todo porque no lo conocía a usted. Ahora lo conozco”.

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