domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (24)


UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 18)

Al día siguiente, Rastignac se vistió muy elegantemente , y a eso de las tres de la tarde se encaminó a casa de la señora de Restaud, entregándose por el camino a esas locas esperanzas que tan gratas emociones comunican a la vida de los jóvenes que no calculan los obstáculos ni los peligros, lo ven todo color de rosa, poetizan su existencia con el solo juego de su imaginación y se hacen desgraciados o se ponen tristes al ver destruidos proyectos que sólo tenían vida en sus desenfrenados deseos: si la juventud no fuese ignorante y tímida, el mundo social sería imposible. Eugenio andaba con mil precauciones para no mancharse de barro; marchaba pensando en lo que le diría a la señora de Restaud, y haciendo acopio de gracia, inventaba contestaciones para una conversación imaginaria y preparaba frases agudas a lo Talleyrand, suponiendo circunstancias favorables a la declaración en que fundaba su porvenir. En esto, distraído, se manchó las botas, y se vio obligado a lustrárselas en la tienda de un limpiabotas y a cepillarse el pantalón. “Si yo fuese rico”, se dijo al mismo tiempo que cambiaba una moneda de veinticinco francos que había tomado por si acaso, “iría en coche y podría pensar a mi gusto”. Por fin, llegó a la calle de Helder y preguntó por la condesa de Restaud. Con la fría rabia del hombre seguro de triunfar algún día, Eugenio recibió la displicente mirada de los criados que le habían visto atravesar el patio a pie sin haber oído el ruido de un coche en la puerta. Aquella mirada fue para él tanto más sensible, cuanto había comprendido ya su inferioridad al entrar en aquel patio, donde piafaba un hermoso caballo, ricamente enganchado a uno de esos cabriolés que reflejan el lujo de una vida disipadora y que dejan adivinar en sus dueños el hábito de todas las felicidades parisienses. Por sí solo ya empezó a ponerse de mal humor. Los depósitos de su cerebro, que él creía lleno de gracias, se cerraron de pronto dejándolo como atontado. Esperando la respuesta de la condesa, a la que un ayuda de cámara había ido a decir el nombre del visitante, Eugenio se cruzó de piernas apoyando el codo en una falleba y miró maquinalmente el patio. El estudiante encontraba el tiempo largo, y se hubiera ido de no estar dotado de una tenacidad meridional que engendra prodigios cuando va por buen camino.

-Caballero -le dijo el ayuda de cámara-, la señora está muy ocupada en su gabinete y no ha respondido; pero si quiere usted pasar al salón, allí hay algunos que la esperan.

Al mismo tiempo que admiraba el poder de aquellos criados que con una sola mirada acusan o juzgan a sus amos, Rastignac abrió deliberadamente la puerta por donde había salido el ayuda de cámara a fin de hacerle creer sin duda que conocía a las gentes de la casa; pero fue a dar a una habitación donde había lámparas, armarios y un aparato para calentar las toallas para el baño, habitación que se comunicaba con un corredor oscuro, a cuyo extremo se encontraba una escalera oculta. Las risas ahogadas que oyó en la antesala llevaron su confusión al colmo.

-Caballero, el salón es por aquí -le dijo el ayuda de cámara con ese falso respeto que parece ser una burla más.

Eugenio dio la vuelta con tal precipitación que chocó con una bañera; pero detuvo a tiempo su sombrero para evitar que cayera al agua. En este momento se abrió una puerta en el fondo de un largo corredor iluminado por una lámpara, y Rastignac oyó en él la voz de la señora de Restaud, la de papá Goriot y el sonido de un beso. Después entró en el comedor, lo atravesó seguido del ayuda de cámara y penetró en el primer saloncito, quedándose allí y asomándose a una ventana al ver que este daba a un patio. Eugenio quería saber si aquel papá Goriot era realmente el papá Goriot de la pensión. Recordaba las asombrosas reflexiones de Vautrin y el corazón le latía violentamente. El ayuda de cámara esperaba a Eugenio en la puerta del salón; pero de pronto, salió de este un joven, diciendo impacientemente: “Yo me voy, Mauricio. Dígale usted a la señora condesa que la he esperado más de media hora.” Aquel impertinente, que sin duda tenía derecho a serlo, tarareó una canción italiana, al mismo tiempo que se dirigía a la ventana que ocupaba Eugenio, e hizo esto tanto para ver la cara del estudiante como para mirar al patio.

-El señor conde haría mejor en esperar un momento, porque la señora ha terminado -dijo Mauricio volviendo a la antesala.

En aquel momento, papá Goriot iba a atravesar la puertecita cochera que comunicaba con la escalera de escape. El buen hombre se disponía a abrir su paraguas, sin fijarse en que la puerta principal estaba abierta para dar paso a un joven condecorado que guiaba un tílburi. Papá Goriot sólo tuvo tiempo de echarse atrás para no ser aplastado. La tela del paraguas había asustado al caballo, que dio un ligero salto precipitándose hacia la explanada de salida. Entonces, el joven que lo guiaba volvió la cabeza con aire iracundo, vio a papá Goriot y antes de que saliese, le hizo un saludo que denotaba la consideración forzosa que se concede a los usureros cuando se los necesita, o el respeto obligatorio debido a un hombre desacreditado cuya amistad nos hace enrojecer más tarde. Papá Goriot respondió con un saludo amistoso lleno de bondad. Estos acontecimientos pasaron con la rapidez de un rayo. Demasiado atento y preocupado para notar que no estaba solo, Eugenio oyó de pronto la voz de la condesa.

-¡Ah, Máximo, se marchaba usted! -decía con tono de reproche y de respeto.

La condesa no había notado la entrada del tílburi. Rastignac se volvió bruscamente y vio a la dama coquetamente vestida con un peinador de cachemira blanca y peinada negligentemente, como lo están las parisienses por la mañana. Aquella mujer despedía un grato olor a perfumes; sin duda había tomado un baño, su belleza parecía más voluptuosa y sus ojos estaban húmedos. La mirada de los jóvenes sabe ver todo, porque sus espíritus se hermanan con los destellos de la mujer como una planta aspira del aire las sustancias que le son propias. Eugenio sintió, pues, la frescura de las manos de la condesa sin necesidad de tocarlas, y sus ojos veían a través de la cachemira los tintes rosados del busto, que el peinador, ligeramente abierto, dejaba entrever desnudo a veces. Los recursos de las ballenas del corsé eran inútiles, porque su cintura marcaba por sí sola su talle flexible, su cuello invitaba al amor y sus pies eran bonitos dentro de las zapatillas. Cuando Máximo tomó aquella mano para besarla, Eugenio vio a Máximo, y la condesa vio a Eugenio.

-¡Ah! ¿es usted, señor de Rastignac? ¡Cuánto celebro verlo! -le dijo con ese aire a que saben obedecer las gentes de ingenio.

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