La
exposición de arte más costosa de 2017 en todo el mundo fue "Tesoros del
naufragio de lo increíble" en Venecia. El autor es Damien Hirst, el mismo
artista que en 1991 estuvo en boca de todos cuando exhibió un tiburón en un
tanque de formol con el título "La imposibilidad física de la muerte en la
mente de alguien vivo". En ese momento nadie sabía si la obra -que se
vendió en ocho millones de dólares- debía tomarse como algo profundo o como un
juego. Hubo quienes dijeron que era la mejor obra de arte de los últimos 40
años, mientras que para otros lo único digno de alabanza era el título. Sentí
esa misma incertidumbre mientras recorría la muestra del naufragio en
diciembre, solo que ya no se trataba de una sola pieza, sino de una exhibición
de 190 obras que ocupó 5000m2 en el Palazzo Grassi, frente al Gran Canal, y en
la galería Punta della Dogana, la antigua aduana de Venecia.
Esa
muestra descomunal contaba la historia del naufragio de un barco que llevaba
una colección de arte destinada a construir un templo en honor al sol, allá por
el año 100. El barco fue encontrado en 2008 en la costa africana. Se exhibieron
tanto las obras que llevaba -oxidadas, cubiertas de corales y moluscos- como
fotografías y videos realizados en el fondo marino mientras un equipo de buzos
rescataba las piezas del naufragio. El espectador incauto que no hubiera leído
nada sobre la exposición se quedaba boquiabierto al ver cabezas de Medusa
hechas de oro y malaquita, almejas gigantes de bronce, budas de jade, bustos de
Neptuno en lapislázuli y hasta la estatua de un monstruo hecha en mármol de
Carrara y que pesa más de cuatro toneladas. A medida que se avanzaba por las
salas, el asombro se convertía en incredulidad: entre las obras había una
escultura de una mujer con zapatillas, el busto de un senador romano con el
rostro de Hirst, una espada cubierta de óxido con el logo de Sea World.
"Damien
Hirst ha creado la exhibición que el mundo de la posverdad se merece",
escribió la crítica de arte Hettie Judah en la revista Artnet News.
Las palabras elegidas por Judah no son casuales. Así como durante el
Renacimiento la revolución científica avanzó en forma simultánea con un arte
que dejó de ser religioso y se interesó por el mundo natural, también hoy el
arte refleja los cambios de nuestro tiempo. La pérdida de relevancia de los
hechos como formadores de opinión es, precisamente, una de las características
de nuestras sociedades. No en vano el Diccionario Oxford eligió la palabra
post-truth (posverdad) como la palabra del año en 2016. El diccionario
justificó su elección de esta manera: "El concepto de posverdad existe
desde hace una década, pero su frecuencia alcanzó un pico en el contexto del
referéndum en la Unión Europea, así como en las elecciones presidenciales de
los EE.UU." Que los políticos mientan no es novedad: lo nuevo es que la
verdad haya perdido importancia y que lo que más cuente sea reforzar los
prejuicios de los votantes. Las redes sociales ofrecen el caldo de cultivo
propicio para que todo esto ocurra.
La
endemia de la posverdad se nutre de la fragmentación de las fuentes, de la
proliferación de medios alternativos de origen dudoso y del hecho de que las
mentiras, los rumores y las pseudoverdades se amplifican a una velocidad
formidable en las redes sin que casi nadie se preocupe por su veracidad. En las
redes sociales los usuarios tienden a creer más en lo que dicen aquellas
personas con quienes suelen relacionarse que en lo que digan los medios
tradicionales. Así, las redes se convierten en megáfonos de una posverdad en la
que el contenido de las noticias se evalúa según la cantidad de clics que
genere, independientemente de su verosimilitud.
Deambular
por la muestra de Hirst me recordó al protagonista de la novela Cuando
cae la noche, de Michael Cunningham, el autor norteamericano que ganó el
Premio Pulitzer en 1999 por Las horas. Peter es un galerista que
busca la belleza. Aunque sabe que gran parte del arte contemporáneo se regodea
en la fealdad, él ansía huir de lo banal. Ama la pintura prerrenacentista, las
madonas de Bellini, los ángeles de Miguel Ángel. Tiene la esperanza de
acercarse un poco más a la belleza con cada exposición. Le gustaría abrir una
grieta en la sustancia del mundo a través de la cual brille algo verdadero.
Una de
las escenas más memorables de la novela es cuando Peter va con una amiga al
Metropolitan Museum de Nueva York a ver el tiburón de Hirst. Antes de llegar,
se detiene frente a un bronce de Rodin: un cuerpo perfecto que durará para
siempre. "Dentro de miles de años los arqueólogos podrán encontrar este
bronce intacto", piensa, mientras las personas pasan de largo sin reparar
en el Rodin, apuradas por llegar al tiburón. Peter está en una encrucijada: no
sabe si representar a un artista cuya obra no le gusta, pero que sospecha que
se vendería muy bien y que lo haría convertirse en un galerista famoso.
"Es un negocio, Peter -le dice su amiga-. Tomar a un artista que no te
gusta pero que vende mucho te ayuda a pagar por los artistas que sí te gustan
pero que no venden". Mientras observa el tiburón, Peter piensa que una
verdadera obra de arte es aquella que perdurará en el tiempo, como el Rodin.
Todo lo contrario de lo que ocurre con el tiburón pues, aunque el público no lo
sepa, ese que observan es el segundo ejemplar: después de unos años, el primero
empezó a descomponerse y Hirst hizo una réplica de su propia obra con un nuevo
tiburón.
Mientras
recorría la exposición de Hirst en Venecia me preguntaba qué era lo que estaba
mirando, realmente. Cabezas de tritones, estatuas, falsos corales. Una ficción.
Un relato. La imitación del arte de tiempos pasados. Un parque temático que
recrea un supuesto naufragio. Una exposición, financiada por el coleccionista
francés François Pinault y por el mismo Hirst, que costó unos 65 millones de
dólares. Un espectáculo en la era del espectáculo. Un ejemplo elocuente de
nuestra época: la belleza, en gran parte del arte, ha pasado a ser imitación de
la belleza. Lo que cuenta es el relato, la interpretación, el juego de
palabras, el nombre de una obra, la monumental idea de una exposición, la
ironía de exponer un tiburón disecado en un museo de arte en vez de en uno de
historia natural. Algo similar ocurre en la política: los eslóganes, los
relatos, las pseudoverdades, las marcas tienen al menos el mismo peso que los
hechos. El marketing político compite mano a mano con la verdad. Y quizás hasta
compita con ventaja.
Hay otro
aspecto en el que Damien Hirst se asemeja a los políticos contemporáneos: tanto
los especialistas como el público lo aman o lo detestan, pero pocos le son
indiferentes. La era de la posverdad no se lleva bien con los matices, se
deleita en los extremos. "Por favor, Dios, pon en mi camino algo que pueda
amar de verdad", piensa Peter al salir del Met. Traducido a la política,
los ciudadanos podríamos decir: "Por favor, gobernantes, dennos algo en lo
que podamos de verdad confiar".
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