Análisis crítico, desde el Afuera, a la
publicación del Centro de Estudios de la Mujer (CEM)
por
Andrea Franulic
Movimiento Rebelde del Afuera
“Nuestra
historia como mujeres no existe, estamos sumergidas en la historia guerrera de
la masculinidad. En el juego mentiroso de la verdad y la historia oficial, se
intenta hacer una historia de las mujeres y del feminismo. Esta visibilización
de las mujeres opera desde la historia del sistema y, por lo tanto, se las hace
visibles dentro de la feminidad” (Pisano, 2004, 43). Sin una historia propia,
las mujeres seguiremos arribando a este mundo con un único referente, la
‘feminidad-masculinidad’, construcción cultural que nos deshumaniza y aliena.
A
principios de este año, el Centro de Estudios de la Mujer (CEM) presentó un
libro, financiado por la Fundación Ford, que relata la historia del Movimiento
Feminista chileno en la década de los noventa. La publicación está escrita por
tres feministas y dedicada “Para las feministas de ayer, hoy y mañana”. A pesar
de las apariencias, este texto constituye una historia más de la ‘masculinidad’
y da cuenta del fracaso de los feminismos, absorbidos por la cultura vigente.
El
libro es una ‘investigación social’; esta es su primera alianza con la
masculinidad o, al menos, levanta la primera sospecha. Escrito desde las
ciencias sociales, usa, convenientemente, los esquemas conceptuales de la
sociología, que define los “problemas” que se desean estudiar y lleva a cabo
las interpretaciones funcionales a su sistema. Más de alguna vez hemos
escuchado hablar del sesgo de la ciencia, que invisibiliza a las mujeres,
siendo clasista y racista además, encubriendo su violencia con un lenguaje
objetivo, neutro y desapasionado, que, sabemos, no es tal, es patriarcal.
Es esta la armadura tras la que se refugia el discurso ideológico de esta investigación. Armadura que, al ser científica, cuenta con la legitimidad del ‘sentido común instalado’. Está legitimado, entonces, todo lo que se diga, pues se apoya en las metodologías validadas por el sistema y parece ser la única verdad posible, más aún, la única perspectiva posible para analizar la realidad y relatar la historia. Sin embargo, para quienes miramos el mundo desde otro lugar, sabemos que el esencialismo es una trampa más de la masculinidad.
Es esta la armadura tras la que se refugia el discurso ideológico de esta investigación. Armadura que, al ser científica, cuenta con la legitimidad del ‘sentido común instalado’. Está legitimado, entonces, todo lo que se diga, pues se apoya en las metodologías validadas por el sistema y parece ser la única verdad posible, más aún, la única perspectiva posible para analizar la realidad y relatar la historia. Sin embargo, para quienes miramos el mundo desde otro lugar, sabemos que el esencialismo es una trampa más de la masculinidad.
Una
acomodación conceptual fundamental en el libro es el reemplazo de la categoría
de ‘movimiento social’ por la de ‘campo de acción’. La ‘homogeneidad’ del
movimiento social se reemplaza por la ‘heterogeneidad’ del campo de acción, es
decir, las feministas actúan o pueden actuar “ya no solo en las calles, los
colectivos de autorreflexión autónomos, los talleres de educación popular, etc.
Si bien las feministas continúan en esos espacios, hoy se encuentran además en
una amplia gama de terrenos culturales, sociales y políticos: en los pasillos
de la ONU, en la academia, las instituciones públicas, los medios de
comunicación, los organismos no gubernamentales especializadas y
profesionalizadas, en el cyberespacio, etc.” (Álvarez, 1998, p.93, citada por
Ríos, Godoy y Guerrero, 2003, p.27).
Segunda
alianza con la masculinidad: el uso de un lenguaje ‘postmoderno’, cuya
característica fundamental es la de ser ‘incluyente’. Con la cita recién
expuesta, se pretende incluir a todas las feministas y feminismos. Sabemos que
no es lo mismo un grupo político de mujeres autónomas y pensantes, que hacer
‘lobby’ en los pasillos de la ONU, si “las Naciones Unidas no son lo que
aparentan ser. De hecho, por su burocratismo y naturaleza elitista, son una
organización destinada a respaldar los intereses de los grandes poderes
imperialistas, y muy especialmente los de los Estados Unidos” (Boron, 2002,
20).
El
planteo central de esta investigación, seleccionado y definido por las
instituciones masculinistas, apuesta por una transformación del movimiento
feminista en el Chile postdictatorial. Y el esquema conceptual antes descrito
(‘movimiento social’ distinto a ‘campo de acción’) rebate la “hipótesis” de una
desmovilización del feminismo chileno y se ajusta al planteamiento de su
transformación. En otras palabras, según las autoras de este libro, el
feminismo de los noventa es distinto al de los ochenta, “se expande, complejiza
y trasciende los límites de lo que antaño fuera considerado un movimiento
social tradicional” (Ríos, Godoy y Guerrero, 2003, 110), las feministas de los
noventa están en todas partes. En cambio, para las del Afuera, el feminismo
fracasó: “El feminismo está tomado, repetitivo y aburrido, demandante y
quejoso, decadente y sin la madurez de la memoria. Continúa en una relación
perturbada, por decir lo menos, con el sistema de la masculinidad y sus
instituciones, que funcionaliza los movimientos sociales según sus necesidades
e intereses, con una capacidad de reciclaje que hoy percibe casi todo el mundo”
(Pisano, 2004, 73).
Apropiándose,
además, de la historia del feminismo de los años ochenta, las autoras
interpretan la explosión del movimiento de mujeres y feminista únicamente como
una reacción contra el autoritarismo de la dictadura y en respuesta al vacío
dejado por los partidos políticos. Por lo tanto, una vez recuperada la
“añorada” democracia y su institucionalidad política, la acomodación a los “nuevos
tiempos” traerá consigo puestos, carreras, cargos, viajes, estudios; y las
feministas, efectivamente, treparán en todas partes.
Para
quienes analizan los ochenta dentro de los límites del ‘monomio
masculino-femenino’, la ‘expansión’ del feminismo en los noventa es celebrada
o, al menos, aparentan hacerlo. Este ‘período fundacional’, como lo bautizan en
la investigación para referirse a los ochenta, es relatado de manera
despersonalizada y aparece exento de relaciones de poder, diferencias
ideológicas y continuidad histórica; es decir, es un discurso despolitizado,
sin embargo, esto es político, en la medida de que permite que el sistema
vigente se siga reciclando. Si bien es cierto que el movimiento de mujeres y
feminista surgen en el contexto del orden autoritario y que “las mujeres
sujetas, enlazadas a su condición, se abocan a suplir la carencia, a resolver
las tareas políticas vacantes y a desarrollar actividades en el plano de los
Derechos Humanos, desplegando un abanico de acciones que permitirán sostener y
apoyar la resistencia” (Rodríguez, 2001, 11); también es cierto que “la acción
(...) traerá consigo la posibilidad de resignificar lo político, algo que había
quedado pendiente en la etapa sufragista” (Rodríguez, 2001, 12). Pero el
discurso inscrito en la publicación del CEM, acentúa la ‘identidad opositora’
del feminismo, desarticulándolo históricamente del ‘movimiento sufragista’ y
borrando las diferencias ideológicas que ya entonces hacían del feminismo un
movimiento heterogéneo.
Las
diferencias ideológicas estaban, como ahora, marcadas por el poder. En un
documento inédito, Margarita Pisano cuenta que las mujeres que apostaron por un
proyecto político movimientista, se quedaron con los prejuicios del feminismo;
en cambio, aquéllas que permanecieron protegidas bajo la sombra del buen árbol
académico, se llevaron consigo los prestigios del mismo. Así también, las
mujeres que nunca renunciaron a sus partidos políticos, usufructuaron de las
ideas feministas, deslegitimando, al mismo tiempo, al feminismo como proyecto
político autónomo. Pero en el libro del CEM, estos hechos no se relatan, pues
dar cuenta de ellos conlleva dar cuenta de la misoginia inherente al lugar
ideológico desde el cual este discurso se enuncia.
En realidad, el texto usa la historia del movimiento feminista de los años ochenta como ‘garantía’, categoría constituyente de todo discurso argumentativo y que se define como “una licencia formal que permite extraer conclusiones” (Santibáñez, 2002, 70). Lo que importa para esta investigación social son dichas conclusiones, referidas a la necesidad expansiva de los feminismos en los noventa. Esta conclusión se desprende naturalmente si la ‘garantía’ ha sido descrita de acuerdo a la misma lógica. Y sumemos a esto que la ‘garantía’ proviene desde un ‘apoyo o respaldo’, categoría que también conforma las argumentaciones, y que en el texto en cuestión, corresponde a las ciencias sociales o, más específicamente, a la sociología. En el ‘apoyo’ está toda la información pertinente para la ‘garantía’ y puede tomar la forma de “estudios estadísticos, códigos legales, teorías científicas, una costumbre arraigada, un prejuicio, un supuesto social, una norma social, etc.” (Santibáñez, 2002, 71). La sociología, como toda teoría científica, está basada en prejuicios androcéntricos y “asume, (...), la existencia de una ‘sociedad única’ con respecto a hombres y mujeres” (Harding, 1996, 77); de ahí que en el relato del ‘período fundacional’ del feminismo, las autoras enfaticen su carácter opositor, pues no leen al feminismo como proyecto autónomo.
En realidad, el texto usa la historia del movimiento feminista de los años ochenta como ‘garantía’, categoría constituyente de todo discurso argumentativo y que se define como “una licencia formal que permite extraer conclusiones” (Santibáñez, 2002, 70). Lo que importa para esta investigación social son dichas conclusiones, referidas a la necesidad expansiva de los feminismos en los noventa. Esta conclusión se desprende naturalmente si la ‘garantía’ ha sido descrita de acuerdo a la misma lógica. Y sumemos a esto que la ‘garantía’ proviene desde un ‘apoyo o respaldo’, categoría que también conforma las argumentaciones, y que en el texto en cuestión, corresponde a las ciencias sociales o, más específicamente, a la sociología. En el ‘apoyo’ está toda la información pertinente para la ‘garantía’ y puede tomar la forma de “estudios estadísticos, códigos legales, teorías científicas, una costumbre arraigada, un prejuicio, un supuesto social, una norma social, etc.” (Santibáñez, 2002, 71). La sociología, como toda teoría científica, está basada en prejuicios androcéntricos y “asume, (...), la existencia de una ‘sociedad única’ con respecto a hombres y mujeres” (Harding, 1996, 77); de ahí que en el relato del ‘período fundacional’ del feminismo, las autoras enfaticen su carácter opositor, pues no leen al feminismo como proyecto autónomo.
Es
más, el feminismo chileno de los ochenta es usado como ‘garantía’ para
determinadas acciones, pues el habla, oral o escrita, es acción, la gente hace
cosas con las palabras. Y lo que el discurso del CEM hace con esta
investigación es justificar lo que para nosotras es la funcionalidad del
feminismo al sistema vigente; y lo hace, apropiándose de la historia,
despolitizándola y, además, borrando y descalificando los pensamientos más
rebeldes de las mujeres. Estas son las acciones que lleva a cabo, además de
convencer a las lectoras y lectores posibles, con razones científicas y
postmodernas, de que no hubo desarticulación del movimiento feminista en el
Chile postransicional.
El gesto de apropiarse de la historia se apoya en el argumento de que “una parte significativa (...) de lo que ha ocurrido con las organizaciones, activismo y propuestas feministas, durante y después de la transición a la democracia, ha permanecido en la memoria colectiva de las involucradas y aparece sólo marginalmente en las narrativas historiográficas y en la producción de las ciencias sociales más en general” (Ríos, Godoy y Guerrero, 2003, 41), por lo tanto, las autoras, al producir esta investigación, pretenden terminar con este silenciamiento. Con este comentario, borran producciones intelectuales como Un cierto desparpajo (1996) y El triunfo de la masculinidad (2001) de Margarita Pisano y otros documentos del feminismo autónomo que plantean una crítica profunda sobre el destino de los movimientos sociales y el feminista, llegada la democracia. Además, se advierte en esta cita, el carácter de legitimidad que envuelve al libro: se trata de una investigación académica que, una vez más, utilizará la memoria colectiva y oral de las mujeres, absorbiéndola, sin nombres ni apellidos.
El gesto de apropiarse de la historia se apoya en el argumento de que “una parte significativa (...) de lo que ha ocurrido con las organizaciones, activismo y propuestas feministas, durante y después de la transición a la democracia, ha permanecido en la memoria colectiva de las involucradas y aparece sólo marginalmente en las narrativas historiográficas y en la producción de las ciencias sociales más en general” (Ríos, Godoy y Guerrero, 2003, 41), por lo tanto, las autoras, al producir esta investigación, pretenden terminar con este silenciamiento. Con este comentario, borran producciones intelectuales como Un cierto desparpajo (1996) y El triunfo de la masculinidad (2001) de Margarita Pisano y otros documentos del feminismo autónomo que plantean una crítica profunda sobre el destino de los movimientos sociales y el feminista, llegada la democracia. Además, se advierte en esta cita, el carácter de legitimidad que envuelve al libro: se trata de una investigación académica que, una vez más, utilizará la memoria colectiva y oral de las mujeres, absorbiéndola, sin nombres ni apellidos.
No
es todo, las autoras no sólo quieren rescatar la dimensión más comentada, que
se refiere a la relación de las feministas con el sistema político
institucional, sino, además, otras dimensiones que han estado especialmente
ausentes. Se refieren a la historia del feminismo autónomo (¿ausente de qué?,
¿del ámbito académico?), es decir, la ‘masculinidad-feminista’ se toma el
feminismo y también, la autonomía. El libro emerge representativo de todo el
feminismo y de todas las feministas, validado por la ciencia y el sentido común
instalado. Si me pongo mal intencionada, podría afirmar que las autoras, y a
quienes representan, pretenden aparecer como las fundadoras del feminismo
actual, pues hacen una analogía implícita con el ‘período fundacional’, que
también se origina a partir de una prolongada ausencia de las voces y del
accionar feminista. Con su libro, pretenden ‘salvarnos’ a todas de este
silencio. Por eso el título ‘¿Un nuevo silencio feminista?’ tiene más de una
interpretación.
Tal
vez no es tan mal intencionado lo que acabo de afirmar si considero otros
datos. Las autoras no necesitan explicitar el lugar ideológico desde donde se
sitúan, ya que es el lugar esencialista-patriarcal. Sin embargo, afirman que su
posición está marcada por una cierta distancia con el movimiento feminista y su
historia reciente, fundamentalmente por pertenecer a una generación que llegó
al feminismo en los años noventa (Ríos, Godoy y Guerrero, 2003, 35). Esta
posición ambigua, siempre cómoda, las libera de asumir siquiera una sospechada
responsabilidad política, o sea, su discurso se despolitiza más profundamente,
pues las autoras no se exponen, más bien, según les convenga, se asoman o
esconden desde estas vestiduras postmodernas. Además, la insistencia en el
discurso generacional o en el tema del ‘recambio’, está imbuida del corte
patriarcal entre las edades, que mata la memoria histórica de las
mujeres.
La
misoginia se manifiesta también en las descalificaciones pronunciadas contra
las ‘otras’, las ‘autodefinidas autónomas’ (lo plantean como si definirse fuera
practicar el terrorismo en el discurso), y estas descalificaciones se expresan
en palabras connotadas negativamente, dando cuenta de la pseudo-objetividad del
lenguaje científico: “el conflicto estratégico de las autónomas es más un
monólogo que un debate”, “su visión dicotómica”, “excluyente”, “dogmática”,
“unilateral”, “confrontación bipolar”, “rigidez”, “sectarismo”, “debate
polarizado”, “liderazgos destructivos”, “falta de reflexividad”, etc. Se las
acusa de haber provocado un quiebre entre las feministas de diversas posturas
“la rigidez y sectarismo con que se han planteado estas propuestas han
redundado en su fragmentación interna e incapacidad de establecer diálogos con
otras expresiones feministas” (Ríos, Godoy y Guerrero, 2003, 331). O sea, si
hubo alguna desmovilización feminista -cosa que este texto insinúa y, a la vez,
desmiente- el movimiento autónomo sería parte responsable de ella. Y
persistiendo en su discurso despersonalizado, la publicación del CEM tampoco
pone nombre y apellido a las mujeres de la tendencia autónoma; las
descalificaciones transitan en el libro acompañadas de expresiones como
“ciertas mujeres”, “algunas”, “ciertos sectores”, “sus líderes”, “algunos
sectores feministas”, “aquellas feministas”, etc.
Al
descalificar e inculpar a las mujeres feministas autónomas, las autoras
reafirman la masculinidad y reproducen la traición histórica entre las mujeres.
El discurso de la autonomía, representado -entre otras feministas- por
Margarita Pisano, cuestiona el patriarcado en profundidad y propone un ‘cambio
civilizatorio’ desde el ejercicio de la capacidad de pensar de las mujeres, un
pendiente en nuestra historia; rechaza la política reivindicativa y toda clase
de complicidad con la deshumanización del sistema vigente. El libro deslegitima
este discurso, descalificándolo, e invisibiliza gran parte de la historia del
feminismo autónomo, la más rebelde y política. Por ejemplo, a pesar de que
mencionan el Encuentro Feminista de El Salvador (1993), no hacen ninguna
alusión a la participación del grupo político feminista Las Cómplices, de
tendencia autónoma y conformado no sólo por mujeres chilenas, sino, además, de
otros lugares de Latinoamérica: Margarita Pisano, Edda Gabiola, Francesca
Gargallo, Ximena Bedregal, Amalia Fischer, Sandra Lidid. Este grupo denuncia
públicamente en el Encuentro, la institucionalización del Movimiento Feminista
y su consecuente desarticulación, además de la utilización de la que iba ser
objeto el feminismo en la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, realizada en
Beijing.
En
las 379 páginas de la publicación del CEM no hay ninguna crítica contra el
sistema masculinista; este hecho demuestra su arribismo al poder establecido y
la posición ideológica desde donde escriben. “Allá ellas” podríamos decir, pero
no, este discurso se erige en representación de todas, no explicitando dicha
posición ideológica y perjudicándonos no sólo a las que nos reconocemos en una
historia feminista, sino a todas las mujeres, pues perpetúa una cultura en
proceso de deshumanización, sostenida en nuestras esclavitudes y en nuestra
‘no-historia’. Más patéticamente aún, el lugar de estas mujeres, tan cercano al
del poder establecido, es siempre el del ‘plano inclinado’: “Las mujeres
tenemos una relación de dependencia muy profunda con el sistema, estamos
colonizadas en él. La situación de subordinación que vivimos en el patriarcado
se manifiesta en una psicología de oprimidas que nos impide percibir nuestro
grado de dependencia, pareciera que nos relacionamos con el mundo desde un
plano inclinado donde nosotras estamos siempre en la parte inferior, mirando
hacia arriba” (Pisano, 1996, 109). A pesar de su complicidad con la
masculinidad, están siempre en la parte inferior, mirando hacia arriba a los
varones y sus sistemas de dominio, jamás horizontalmente, mirándose entre
mujeres.
Desde
este plano inclinado, no eligen los discursos ni las plataformas que les dan
para hablar. Si “lo que se lleva” es el discurso postmoderno, lo adoptan con
toda su ‘inercia crítica’ a cuestas, y si escarbamos un poco, nos damos cuenta
de que la postmodernidad es sólo una pantalla, porque si originalmente surgió
como reacción al mundo maniqueo de la soberanía moderna, “dividido por una
serie de oposiciones binarias que definen el sí mismo y el Otro (...) el
dominante y el dominado” (Hardt y Negri, 2002, 137), este libro no hace más que
reproducir dicha soberanía al perpetuar la desigualdad entre varones y mujeres.
Surgida ‘en contra de’ la modernidad, la postmodernidad está dentro de la misma
lógica (la patriarcal o masculinista) y, por tanto, es muy útil para mantener
abusos de poder; por ejemplo, apuesta por el “todo-es-válido”, borrando los
límites ideológicos, y quienes intenten definirlos cometen un “pecado mortal”.
Fue este el intento del Movimiento Feminista Autónomo que explicitó el lugar
desde donde se situaba y en la necesidad de un intercambio horizontal de ideas,
nombró ‘institucionales’ a las otras, pues es la única manera de hacer una
política distinta a la que propone el sistema. Maite Larrauri, en un texto
sobre Hannah Arendt, plantea que una de las condiciones para expresar una
opinión válida es que “el que emite una opinión no es ni ajeno ni exterior a lo
que sostiene; forma parte, (...), de su opinión, porque es su verdad”
(Larrauri, 2001, 62).
Para
un discurso postmoderno, como el que se manifiesta en el libro del CEM, todas
son todo y se rehúsan, rotundamente, a reconocer la existencia de un ‘feminismo
institucional’, pues se dicen partidarias, ellas como muchas, tanto de la
estrategia política que denominan ‘advocacy’ (‘lobby’), estrategia
institucional “por excelencia”, que consiste en incidir en las agendas públicas
a nivel nacional e internacional; como de una estrategia autónoma ‘movimientista’
que “busca promover el fortalecimiento de esferas y formas de acción política
de carácter intra-movimientistas, orientadas a generar una cultura y una
política feminista desde la sociedad civil”(107); además, el ‘movimientismo’ de
ellas es el “bueno”, porque el de las autónomas es un ‘movimientismo aislado’.
Para las del Afuera, ambas estrategias son irreconciliables entre sí, pues
entendemos por ‘movimientismo’, la construcción de un ‘movimiento pensante’. En
cambio, para aquéllas que adhieren a una estrategia de incidencia en las
agendas institucionales, apoyar la propuesta política de trabajar con
organizaciones de base de mujeres, no es más que hacer un uso utilitario de las
mismas desde un lugar de poder. Asimismo, aquellos movimientos sociales de
resistencia y denuncia, terminan por remozar la masculinidad.
La
inclusión y la fragmentación postmodernas son conservadoras, pues encubren las
relaciones y abusos de poder que sostienen el patriarcado. En el uso de un
lenguaje incluyente, identitario y de una falsa igualdad, se vuelven a
confundir los límites éticos e ideológicos. Declaran que “el feminismo chileno
de hoy es producto de la suma: feministas + populares + lésbicas + indígenas +
jóvenes + autónomas + sueltas + de la diferencia + de la igualdad + socialistas
+ una infinidad de otras adscripciones, corrientes e identidades” (Ríos, Godoy
y Guerrero, 2003, 322), y expresan su favorable transformación postransicional
con palabras como “diversidad, pluralidad, multiplicidad, heterogeneidad,
complejidad, riqueza, etc.”, enfatizadas reiterativamente a lo largo del libro.
Palabras que no hacen más que disfrazar el autoritarismo subyacente en el
discurso, y que proponen una fragmentación contenida desde un lugar de poder
(el institucional) y traspasada de dominio.
La
fragmentación es más obediente desde el ‘plano inclinado’ y en el texto del
CEM, se manifiesta en varios aspectos: en un discurso desarticulado en el que
no hay continuidad histórica entre las diferencias ideológicas del feminismo chileno
de los ochenta y el de los noventa (ni conexión alguna con el mundo). Tampoco
hay una relación consecuente entre ideología o ‘marco de sentido’, identidad
feminista, estrategia de acción política y forma organizativa; en el relato, se
privilegian las estrategias y formas organizacionales, no las ideas que las
motivan. Es decir, una mujer -que se dice feminista- puede usar una estrategia
de ‘advocacy’ en el Banco Mundial*, pero jamás declararse ‘feminista
institucional’, quién sabe, se defina como ‘suelta’ y no adhiera a ninguna
ideología o corriente. Exigir una consecuencia política y ética es, para las
autoras, “simplificar” la realidad; la “complejidad” a la que apelan es una
palabra vacía que sólo sirve para esconder la falta de honestidad con ellas
mismas, el nivel de enajenación en el que se encuentran por el deseo de
mantener sus privilegios en un mundo de hombres. En definitiva, todo el
discurso contenido en este libro, se empeña en ocultar su ideología. Declararse
‘institucionales’ implica definirse ideológicamente, asumir sus complicidades,
colaboraciones y esclavitudes con el sistema masculinista. No hacerlo, las
encubre, pero con la contrapartida de reflejar -para un ojo crítico- cómo el
feminismo está absorbido por la cultura vigente. La insinceridad que se expresa
en este discurso es una marca de la masculinidad y sus sistemas de dominio.
A
la inclusión amébica, desideologización ideológica y fragmentación identitaria,
se les suma la ambigüedad discursiva. Se completa la imagen de un libro tramposo.
Ya antes describí la ambigua posición de las autoras que se sienten parte de
una generación que llega al feminismo en los noventa. A esto le sumo otra
ambigüedad: al texto lo definen como una investigación sociológica, no
histórica; sin embargo, se apropian de la historia del feminismo chileno. El
lugar de la sociología es cómodo, no sólo por las características que ya
mencioné sobre la ciencia, sino, además, porque de esta manera, las autoras se
eximen de publicar en el libro, documentos claves en la historia feminista que
dan cuenta de los hechos más fielmente y de sus negociaciones. Colocan, en
cambio, un montón de voces anónimas dando testimonios.
Pienso
que la diversidad es posible en una cultura otra, no basada en el dominio,
donde la pluralidad se dé por ideas, explicitadas desde nuestras
particularidades, y no por los cortes que propone el patriarcado. El fracaso de
los Encuentros Feministas se debe, en parte, a la fragmentación temática
propuesta por los organismos internacionales -denuncia que desde hace tiempo
viene haciendo Margarita Pisano-; el único Encuentro basado en ideas y no en
temas, fue el de Cartagena el año 96, y en este libro se descalifica. Sin una
mirada política propia, sólo se puede hacer un análisis del mundo, que asuma, obedientemente,
el discurso de la diversidad-fragmentación. La contradicción de estas mujeres
es tal, y la desarticulación del Movimiento Feminista es tan evidente -por
mucho ‘campo de acción’ que se establezca-, que en el último capítulo del
libro, dedicado a las conclusiones, realizan una evaluación en la que es
imposible desmentir una desmovilización.
Para
sortear tal desajuste en el discurso, recurren, una vez más, al lenguaje
engañoso de las ciencias sociales, e intervienen con otra cómoda categoría conceptual
con la que se diferencia ‘la política de lo político’, argumentando que los
‘avances y transformaciones’ del feminismo posdictatorial pertenecen al ámbito
de ‘la política’, restringida a las acciones, procesos e instituciones
vinculadas al acceso y ejercicio del poder estatal; sin embargo, aun falta
mucho por hacer en ‘lo político’, referido a las luchas de poder que permean al
conjunto de las esferas en un sentido más amplio. En consecuencia, la
estrategia de incidencia en las agendas institucionales, nacionales e
internacionales, y de acceso a los poderes masculinos, no es cuestionable en sí
misma; pues, por medio de ella, se han conseguido “avances” en el ámbito de ‘la
política’. Esta división utilitaria y arbitraria entre ‘la política y lo político’
justifica, por un lado, una incapacidad de autocrítica o una especie de ceguera
crónica y deliberada; y, por otro, un deseo de reorganización entre las
feministas para que “las de siempre” continúen ejerciendo su política
arribista.
Por
último, el título del libro -“¿Un nuevo silencio feminista?”- es una pregunta
que las autoras responden: no hay un silencio y, en este sentido, difieren con
lo que otrora planteara Julieta Kirkwood para analizar el ‘movimiento
sufragista’ en los años treinta y cuarenta. Pienso que antes como ahora las
mujeres optaron (y “las optaron”) por desaparecer bajo el alero masculino. En
fin, las autoras rechazan la hipótesis del silencio, pero declaran estar
imbuidas, todas, en una “incertidumbre”; planteamiento que no me parece
incoherente para aquellas que están haciendo política desde el ‘plano
inclinado’, pues ¿qué incierta plataforma les darán para hablar, según las
modas de la masculinidad? Este es el abismo existente entre espacios políticos
propios y ajenos; entre explicitar y no explicitar las ideas a las que
adherimos y apasionan; entre ser honestas y no serlo, asumiendo errores y
responsabilidades de lo dicho y hecho. Voy a terminar con una cita de Atilio
Boron dirigida a la izquierda, pero que nos sirve a nosotras para entender un
poco más lo que le ha sucedido al feminismo: “Se trata, en síntesis, de una
visión que quiere ser crítica e ir a la raíz del problema, pero dado que no
puede independizarse del lugar privilegiado desde el cual observa la escena
social de su tiempo (...) cae por eso mismo en las redes ideológicas de las
clases dominantes” (17). En las redes ideológicas de la ‘masculinidad’ o el
‘patriarcado’, diríamos nosotras.
FUENTE
POLÍTICA, FILOSÓFICA Y BIBLIOGRÁFICA:
Pisano,
Margarita. 1995: Deseos de cambio o ¿el cambio de los deseos? Sandra Lidid,
editora. Santiago de Chile.
Pisano, Margarita. 1996: Un cierto desparpajo.
Sandra Lidid, editora. Santiago de Chile.
Pisano, Margarita. 2001: El triunfo de la
masculinidad. Editorial Surada. Santiago de Chile.
Pisano, Margarita. 2004: Julia, quiero que
seas feliz. Editorial Surada. Santiago de Chile.
Pisano, Margarita. Memorias. Inédito.
REFERENCIAS
BIBLIOGRÁFICAS:
Boron,
Atilio. 2002: Imperio e imperialismo. Una lectura crítica de Michael Hardt y
Antonio Negri. Clacso. Buenos Aires.
Harding, S. 1996: Ciencia y feminismo. Morata.
Madrid.
Hardt, M. y Negri, A. 2002:
Imperio. Paidós. Argentina.
Larrauri-Max, Maite. 2001: La libertad
según Hannah Arendt. Tandem. Valencia.
Rodríguez, Tatiana. 2001: “Una historia para
la historia feminista”. Inédito.
Santibáñez, Cristián. 2002: Teorías de la
argumentación. Ejemplos y análisis. Cosmigonon. Concepción, Chile.
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