domingo

PEQUE, ROCÍO Y LOLA - ANNA RHOGIO


(un poco de miedo para las más corajudas)              

Esta noche en la placita hay misterios estremecedores que erizan la piel y agrandan los asombrados ojos de las nenas.

La brisa dulzona que viene del río acaricia jazmines, hortensias y enredaderas, acentuando aromas etéreos.

Los bichitos de luz bailan claridades verde-limón en la frescura de la perfumada gramilla, pero sus farolitos no alcanzan a disipar sombras tenebrosas, delatar brujas y esperpentos que tal vez se esconden en los matorrales.

Ellas miran desconfiadamente y de reojo las oscuras oquedades de las plantas, esperando ver un espectro. Es que a veces, al recordar los cuentos de la abuela, sienten ese escalofrío en la espalda que las hace pensar, aunque no quieran, en fantasmagóricas fantasías.

¡Sería tan lindo recordar bondadosas y luminosas hadas derramando polvo de estrellas en el zafiro nocturno, paseando en carrozas de oro, acompañadas de duendes traviesos! ¡O que el espacio reluciera con millones de piedras preciosas encandilando los ojos del mundo!

Pero no.

Hoy la consigna es asustarse y mucho. ¡Qué tontería! ¿Verdad?

La imaginación, sin tener riendas que la frenen, puede crear a galope tendido, las más espantosas y tétricas visiones.

Lentas, con suave compás, se mecen las hamacas y no se oye su herrumbroso chirí-chiró. 

En la plateada placidez de la luna, ningún sonido se anima a turbar el silencio del aire y sólo hay tres pequeñas voces que susurran contándose historias de vampiros,  de los más perversos que hay, fantasmas que lloran con alaridos horrorosos mientras arrastran cadenas por los penumbrosos y húmedos corredores de un castillo, andrajosas momias levantándose de las tumbas con las vendas colgantes, hasta que las tres se miran a un tiempo y empujadas por el pánico, corren a sentarse junto a la abuela, portentoso ángel protector que siempre está ahí.

Lola, que es la más chica, se acurruca miedosa en su regazo, Peque se sienta de un lado y Rocío, ordenando sus voladores volados, del otro.

Después de tanta fiesta y correteos, se ven deliciosamente sucias, con chorretes de helados y chupetines, despeinadas a no dar más.

-Abue -pide Peque-, contanos aquel del horrible espantajo que después de espantar pájaros todo el día en el sembrado baja del palo, va al pueblo, se asoma a las ventanas de los niños y si los descubre despiertos, les grita con horribles palabras roncas:

-Dormite, que si no el lobizón te llevará a su cueva y...

-¡No, por favor! -suplica Lola, escondiendo sus bucles dorados en el hombro de la abuela:
-¡Eso me da terror, no duermo y grito todita la noche!

-¡Paaaaaa! Pedile a Peque que te haga la cara del zombie y verás lo que es terror. Yo no pude dormir hasta que salió el sol. Después mi papá me explicó que esas bobadas no existen y que si me pongo a recordarlas en la oscuridad de mi dormitorio, igual las veo en la pared, estoy frita y pido que me dejen la luz prendida.

-Contigo no podemos asustarnos a gusto, Lola. ¿Para qué te quedaste acá? Si hoy vas a dormir en casa, aprontate pal temblor.

Peque hace su travesura más aplaudida y pone mueca de gárgola parisina.

Lola y Rocío miran la luz purísima del cielo intentando salvarse de la horrible visión, hasta que interviene la abuela:

-Basta, mis amores. Peque, no seas mala. Lola es bastante menor que ustedes las corajudas. No entiendo ese placer que siente la gente menuda en asustarse por gusto. Después vienen los lamentos a la hora de acostarse. El cuento del espantapájaros no tiene nada se sobrenatural. Era el tonto de un pueblo quien lo manejaba como si fuera una marioneta porque adoraba asustar nenes. Imagínense lo que sería para esos pobres niños, mirar la ventana y encontrar a un horrible ser desmelenado que agitaba los brazos vociferando. Los gurises chillaban cada vez más y el alboroto en toda la casa era tremendo, hasta que los vecinos le dieron una soberana paliza y el infeliz quedó tuerto y rengo para toda la vida. ¡Pobre hombre! ¡Además de tonto, estropeado!

Las cuatro ríen con ganas porque la abuela supo ponerle al cuento el necesario y chispeante granito de pimienta llamador de la alegría.

Confortadas por la risa que puede ganarle a casi todo, callan al ver venir hacia el asiento, una alta y corpulenta silueta uniformada:

-Vamos, Ro, mamá nos espera con la cena en la mesa.

Entonces ella se aleja de la mano de su papá y se despide dándose vuelta con una encantadora sonrisa.

-¡ZAPABAMBA! ¡Era verdad que su padre es el inspector-detective! ¡Y qué me importa! ¡Mi papá es un genio, profesor del liceo y enseña como quince materias!

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