CANTO SEXTO
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Sus profesores notaron
que ese día no parecía el mismo; sus ojos estaban demasiado ensombrecidos, y el
velo de la reflexión excesiva descendía sobre su región periorbitaria. Cada uno
de los profesores enrojeció, temeroso de no estar a la altura intelectual de su
discípulo, y, sin embargo, este por primera vez descuidó sus deberes y no
trabajó. Al anochecer, la familia se reunió en el comedor, decorado con
retratos antiguos. Mervyn admira las fuentes repletas de viandas suculentas y
las olorosas frutas, pero no come; los chorros policromos de los vinos del Rhin
y el espumoso rubí del champaña, que se engastan en las estrechas y altas copas
de Bohemia, ni siquiera le despiertan un interés visual. Apoya el codo sobre la
mesa y se queda absorto en sus pensamientos como un sonámbulo. El comodoro, de
rostro curtido por la espuma de mar, se inclina al oído de su esposa: “El mayor
ha cambiado de carácter desde el día de la crisis; ya era excesivamente
aficionado a las ideas absurdas; hoy está más ensimismado que de costumbre.
Después de todo, yo no era así cuando tenía su edad. Haz como si no te dieras
cuenta de nada. Este es el momento en que un remedio eficaz, material o moral,
sería oportuno. Mervyn, tú que gustas de la lectura de libros de viajes y de
historia natural, voy a leerte un relato que no te desagradará. Que se me
escuche con atención y todos obtendrán su provecho, yo el primero. Y vosotros,
niños, aprended, por la atención que sabréis prestar a mis palabras, a
perfeccionar los lineamientos de vuestro estilo, y a percibir las menores
intenciones de un autor.” ¡Como si aquella nidada de adorables granujas pudiera
entender lo que era la retórica! Dijo; y a un ademán suyo, uno de los hermanos
se dirigió a la biblioteca paterna, para retornar con un volumen bajo el brazo.
Entre tanto quitaron los cubiertos y la platería, y el padre tomó el libro. Al
oír la electrizante palabra “viajes”, Mervyn levantó la cabeza y se esforzó en
poner término a sus meditaciones intempestivas. El libro es abierto hacia la
mitad, y la voz metálica del comodoro prueba que sigue siendo capaz, como en
los días de su gloriosa juventud, de dominar el furor de los hombres y de las
tempestades. Bastante antes de que terminara la lectura, Mervyn se dejó caer
sobre el codo, en la imposibilidad de seguir por más tiempo el desarrollo
lógico de las frases pasadas por la hilera, y la saponificación de las
consabidas metáforas. El padre exclama: “Esto no le interesa, leamos otra cosa.
Lee, mujer; tendrás más suerte que yo, para alejar la tristeza de la vida de
nuestro hijo.”
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