CANTO SEXTO
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Al acabar de decir estas
palabras, cae en un profundo estado letárgico. El médico, al que han ido a
buscar a toda prisa, se frota las manos y exclama: “La crisis hA pasado. Todo
va bien. Mañana vuestro hijo se despertará repuesto. Idos todos a vuestros
respectivos lechos, lo ordeno, con objeto de quedarme solo junto al enfermo
hasta la aparición de la aurora y del canto del ruiseñor.” Maldoror, escondido
tras la puerta, no ha perdido una palabra. Ahora conoce el carácter de los
habitantes de la morada y obrará en consecuencia. Sabe dónde vive Mervyn, y no
necesita saber nada más. Ha anotado en una libreta el nombre de la calle y el
número del edificio. Es todo lo que importa. Tiene la seguridad de no
olvidarlos. Se adelanta como una hiena sin ser visto, bordeando los costados
del patio. Escala la verja con agilidad, enredándose un instante en las puntas
de hierro; de un salto está en la acera. Se aleja sin hacer ruido. “Me tomó por
un malhechor -exclamó-, en cuanto a él, es simplemente un imbécil. Quisiera
encontrar un hombre exento de la acusación que el enfermó lanzó contra mí. No
le arranqué un pedazo de su jubón como dijo. Mera alucinación hipnagógica
causada por el terror. No fue mi intención hoy apoderarme de él, pues tengo
otros proyectos futuros con ese adolescente tímido.” Dirigíos al lugar donde se
encuentra el lago de los cisnes, y os diré más adelante por qué hallaréis uno
completamente negro en la manada, uno cuyo cuerpo, sosteniendo un yunque sobre
el que está el cadáver putrefacto de un cangrejo paguro, inspira, con todo
derecho, la desconfianza de sus restantes camaradas acuáticos.
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