domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (21)


UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 15)

Cuando todo estuvo dispuesto, se presentaron la señora Couture y la señorita Taillefer.

-¿De dónde viene usted tan de mañana, hermosa mía? -dijo la señora Vauquer a la señora Couture

-Venimos de hacer nuestras devociones en Esteban. ¿No debemos ir hoy, acaso, a casa del señor Taillefer? ¡Pobrecita! Tiembla como una hoja -repuso la señora Couture sentándose ante la estufa y aproximando a la boca de la misma los pies que empezaron a humear.

-¿Por qué no se caliente usted, Victorina? -dijo la señora Vauquer.

-Señorita, no está mal que usted ruegue a Dios para que ablande a su padre -dijo Vautrin presentando una silla a la huérfana-. Pero esto no basta. Necesitaría usted un amigo que se encargase de decirle cuatro verdades a ese mal hombre, un salvaje que, según dicen, tiene tres millones y que sin embargo se niega a darle dote. En los tiempos que corren una muchacha guapa necesita dote.

-¡Pobre chica! -dijo la señora Vauquer-. Pero déjel usted, mi querida, que el monstruo de su padre se está atrayendo la desgracia.

Al oír estas palabras, los ojos de Victorina se humedecieron y la viuda se detuvo ante una seña que le hizo la señora Couture.

-Si pudiésemos verlo únicamente, si yo pudiese hablarle y entregarle la última carta de su mujer -repuso la viuda del Comisario-Ordenador-. Nunca he querido arriesgarme a mandarla por correo: conoce mi letra…

-¡Oh, mujeres inocentes, desgraciadas y perseguidas! -exclamó Vautrin interrumpiéndola-; ya ven ustedes cómo se hallan. Dentro de algunos días me ocuparé de sus asuntos y todo irá bien.

-¡Oh, señor! -dijo Victorina a Vautrin dirigiéndole una ardiente mirada-, si conoce usted algún medio de hablar a mi padre, dígale que su cariño y el honor de mi madre me interesan más que todas las riquezas del mundo. Si lograse calmar su rigor, yo rogaría a Dios por usted. Esté seguro que se lo agradecería eternamente.

-He recorrido largo tiempo el mundo -cantó Vautrin con voz irónica.

En ese momento, Goriot, la señorita Michonneau y Poiret bajaron, atraídos sin duda por el olor del guisote que hacía Silvia con los restos del carnero. En el instante en que los huéspedes se sentaban a la mesa, después de saludarse, daban las diez, y se oían en la calle los pasos del estudiante.

-¡Ah, muy bien, señorito Eugenio! -dijo Silvia-. Hoy almorzará con todo el mundo.

El estudiante saludó a los huéspedes y se sentó al lado de papá Goriot.

-Acaba de ocurrirme una aventura singular -dijo sirviéndose carnero en abundancia y cortándose un pedazo de pan que era medido siempre con la mirada por la señora Vauquer.

-¡Una aventura! -exclamó Poiret.

-¿De qué se asombra usted, mamarracho? -repuso Vautrin a Poiret-. El señor es bastante buen mozo como para tener aventuras.

La señorita Taillefer dirigió una tímida mirada al estudiante.

-Bueno, cuéntenos usted la aventura -dijo la señora Vauquer.

-Ayer estaba en el baile en casa de la vizcondesa de Beauséant, que es prima mía, que posee una casa magnífica, con habitaciones tapizadas de seda, y que nos dio una fiesta espléndida donde me divertí como un rey…

-Ezuelo -dijo Vautrin interrumpiéndolo bruscamente.

-Caballero -repuso vivamente Eugenio-, ¿qué quiere usted decir?

-Digo ezuelo porque los reyezuelos se divierten más que los reyes.

-Es verdad, preferiría ser pajarito sin cuidados que rey, porque… -Era Poiret el idemista (1)

-En fin -repuso el estudiante cortándole la frase-, bailo con una de las mujeres más hermosas de la fiesta, una condesa encantadora, la criatura más deliciosa que he visto en mi vida. Iba peinada con flores de durazno, llevaba un hermoso ramillete de flores naturales que perfumaba el aire; pero, ¡bah!, sería preciso que ustedes la hubieran visto, porque es imposible describir a una dama animada por la danza. Pues bien, esta mañana, a las nueve, encontré a aquella divina condesa a pie por la calle de Grès. ¡Oh, el corazón me latió! Yo me figuraba…

-¿Qué venía aquí? -dijo Vautrin dirigiendo una mirada profunda al estudiante-. Sin duda iba a casa de papá Gebseck, un usurero. Si escudriñáis el corazón de las mujeres de París, siempre encontraréis en él al usurero antes que al amante. La condesa que usted dice se llama Anastasia de Restaud, y vive en la calle de Helder.

Al oír este nombre, el estudiante miró fijamente a Vautrin. Papá Goriot levantó bruscamente la cabeza y fijó en los dos interlocutores una mirada luminosa y llena de inquietud que sorprendió a los huéspedes.

-¡Cristóbal llegará demasiado tarde! ¡Ella había ido ya! -exclamó dolorosamente papá Goriot.

-He adivinado -dijo Vautrin hablándole al oído a la señora Vauquer.

Papá Goriot comía maquinalmente sin saber lo que comía. Jamás había parecido tan estúpido ni tan distraído como en aquel momento.

-¿Quién diablo ha podido decirle su nombre, señor Vautrin? -preguntó Eugenio.

-¡Ah! ¡Ah! ¡Amigo mío -respondió Vautrin-, papá Goriot lo sabe bien! ¿Por qué no habré de saberlo yo?

-¿El señor Goriot? -exclamó el estudiante.

-¿Cómo? -dijo el pobre anciano-. ¿Estaba muy hermosa ayer?

-¿Quién?

-La señora de Restaud.

-Mire al viejo verde -dijo la señora Vauquer a Vautrin-, cómo le brillan los ojos.


Notas

(1) Repetidor.

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