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Como la mayor parte de las cantatas
de Sebastián tratan de temas graves y espirituales, los que no le conocían a
conciencia se quedaban sorprendidos al ver que también componía cosas
humorísticas sobre algo tan prosaico como una cafetera. Sin embargo, siempre le
agradaron las narraciones graciosas, con las que se reía mucho, y le gustaba el
café, la cerveza y una pipa de buen tabaco. Cuando su amigo Picander escribió una
historia humorística sobre los malos efectos del abuso del café y como este
había estado a punto de separar a unos amantes si ella no hubiese sido más
pícara que su padre, conquistando al mismo tiempo el prometido y el derecho a
tomar café, a Sebastián le agradó mucho y concibió la idea de ponerle música.
Picander iniciaba la anécdota contando que un decreto real había prohibido a
todo el mundo, excepto al rey y su corte, tomar café.
-¡Ay! -gemían las mujeres de Leipzig-,
lo mismo hubiera sido prohibirnos el pan, pues sin café estamos muertas.
En aquel tiempo se decía que las
mujeres de Leipzig tenían gran afición al café. La hija de un tal Schlendrian
era una de esas aficionadas que abusaba del café, y su padre le amenazó con no
consentirle tener marido hasta que abandonase aquella pasión; pero ella se le
adelantó, haciendo saber públicamente que sólo se casaría con quien la dejase
tomar café. Para esa historieta escribió Sebastián una música graciosa y viva,
que en nuestra casa se tocaba siempre con agrado, y muchas veces le oí reírse
cuando tres de nuestros hijos cantaban el trío cómico con que finaliza.
Picander escribió también la música
para el texto de “Febo y Pan”, la divertida y alegre cantata, que fue ejecutada
por la Asociación Musical en 1731. El aria de Febo es bella y muy melodiosa;
Momo tenía razón al decirle que volviese a empuñar la lira, porque no había
oído nada tan lindo como su canto. La parte de Pan contiene algunos trozos muy
vivos, que ofrecen un contraste gracioso con la canción de Febo. Después del
estreno, uno de los concejales de Leipzig se me acercó y me dijo:
-¡Os felicito, señora, por la nueva
creación de vuestro marido! No sabía que escribiese también música de ese
estilo; siempre había considerado al señor Cantor en relación con la música
sagrada.
-Eso es porque no le conocéis
familiarmente; compone música de todas clases -le respondí.
Y, al decirlo, pensaba en los quodlibet, en los minués y en todas las
canciones cómicas que solía inventar para los pequeños cuando se montaban a
caballo en sus rodillas, canciones llenas de incongruencia infantil y de
melodías tan pegajosas que, un momento después, las cantaba toda la
chiquillería de la casa. Por cierto que, algunas veces, era necesario amenazarlos
con la cólera paterna para que se callaran.
-¡Pero si eres tú el autor, papá! -le
replicó una vez una de sus hijas pequeñas, al decirle que cesase de cantar una
de esas canciones.
-Sí -le dijo-, pero ahora, con la
energía de un padre romano, deseo que te calles -y le dio un tirón de orejas-:
no quiero ser atormentado con mis propias producciones.
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