domingo

ANÓMALO, URUGUAYO, RARO E INUNDADO / Sobre Levrero y Felisberto Hernández


La otra tarde, triste, ventosa, helada y rosa, metí la cabeza en Uruguay como hacía de joven con un cazo de agua caliente y menta para quitarme de golpe el resfriado. El silencio que me rodeaba en clase me parecía excesivo, demasiado para mí, desproporcionado para el frío que llevaba encima o para lo que fuera que tenía que decir. Como no es inhabitual que me ocurra, el powerpoint me había puesto triste, me había abocado, el powerpoint, a una sordidez muy íntima de pájaros muertos, sopas malas y palabras vengativas que conozco ya demasiado bien. Yo nunca uso el powerpoint para resumir una lección, sólo lo uso para poner imágenes del pasado, mapas y rostros de personas muertas: sorteo así problemas de descontextualización.

Uruguay tenía el color azul de los estados cristalinos. La clase debía prestar atención al nuevo informe de Transparencia Internacional, la prestigiosa ONG con sede en Berlín que analiza los niveles de percepción de corrupción del sector público en 176 países del mundo, Uruguay aparece como el país menos corrupto de América Latina y ocupa una puesto ejemplar, por encima de Francia o España. Para disimular mi zozobra interior, el abuso del silencio y el hecho, innegable, de que, atravesando la tela y la proyección de un mapa gigantesco, había yo metido la cabeza en Uruguay, les pedí a los estudiantes que prepararan un trabajo acerca de qué circunstancias hacen de un país un lugar menos corrupto. Y para confundirles les advertí: ¡40 grados es una señal que indica que hay fiebre, pero no son la fiebre!

No fue raro, ahora me doy cuenta, que mencionara la fiebre para pedirles precaución, pues yo mismo había pasado con fiebre toda la semana. Ni es raro, tal como lo veo mientras suena Mogwai, que entrara en Uruguay sin dar ningún rodeo; y sin embargo, ahora que lo que quiero es hablar del libro que el uruguayo Pablo Silva Olazábal dedica a Mario Levrero, sí me parece raro que me esté costando tanto hablar de este escritor, fotógrafo, humorista y hombre de ingenio nacido en Uruguay

Hay un pesimismo que nos hace salir y otro que nos encierra en casa; del segundo tipo me pareció de joven que era la aflicción que padecía el mundo de Onetti. Pero, encerrarse en casa puede ser algo muy hermoso, como me ocurrió, de joven como digo, al pasar una noche de difuntos con una muchacha de Montevideo viendo películas de John Carpenter mientras ella me enseñaba, en aquella casa demasiado cerca de la playa, los libros de su abuelo, Pablo Serrano, un gran escultor que, aunque nacido en Crivillén, esculpió, sobre todo, en Montevideo. Supe así, una noche consagrada a lo oscuro y lo uruguayo, no sólo de la fascinación por lo oscuro y lo francés de Isidore Lucien Ducasse, Conde de Lautréamont, sino de dos poetas luminosos a los que pronto les cobré un cariño de sueños y magia; ese tipo de escritores, pensé, que expresan la extrañeza que les produce su entorno con el lenguaje singular de un Congo raro y neurótico, Julio Herrera y Reissig, y Jules Laforgue miembro, éste último, del club (que no de la generación) de los 27, como Robert Johnson, Jimmi Hendrix, Janis Joplin o Kurt Cobain: monólogos de un espectro interior con prisas por desaparecer.

Jorge Mario Varlotta Levrero, más conocido como Mario Levrero (Montevideo, 1940-2004), fue un escritor uruguayo, que además se desempeñó como fotógrafo, librero, guionista de cómics, columnista, humorista, creador de crucigramas y juegos de ingenio. El libro de Pablo Silva Olazábal que me sirve de excusa para hablar de Montevideo aquí, reúne las conversaciones mantenidas con Levrero, y la inclusión de dos artículos de Ignacio Echevarría y Álvaro Matus, un singular anexo de Rarezas, con 2 poemas de Levrero, una pregunta a Onetti y una reflexión sobre los mecanismos de la creación en un texto imprescindible para acercarse al universo literario del mago uruguayo.

La edición de Conversaciones con Mario Levrero por parte de Contrabando, no es sólo un texto para gozar con las opiniones, los gustos, los filias y fobias de un escritor realmente «excéntrico», sino un verdadero manual para entender el concepto «levreriano» de literatura: su idea de la creación literaria, su poética propia tan afín a ese tipo de vapor estético muy singular, muy uruguayo, con pasillos de Kafka y aires surrealistas de Leonora Carrington y de Remedios Varo.

Por la noche, releí «La casa inundada» porque tenía una rara sed de pasado y de Uruguay, porque la fiebre siempre me transporta a mi niñez y porque cuando era niño (comencé a recordar todo esto con el primer trago uruguayo) quería ser acomodador de un cine de reestreno y aún hoy, después de haber leído muchas veces «El acomodador» mi otro cuento preferido de Felisberto Hernández, no consigo comprender qué hacen en medio de mis recuerdos de cine y de Uruguay, los ojos de sangre de Ray Milland, un recuerdo muy mezclado, al igual, qué casualidad, que el que me hace dormir soñando que huyo en una desbandada de pájaras, entre las que se encuentran Gertrude Bell, las hermanas Brönte, Idea Vilariño y Daphne du Maurier: sólo la Vilariño, como sabrá el lector, es ave de Uruguay.​

Me gusta mucho recrear la idea de la singularidad como un corral de aves de vida breve que no vuelan porque deciden no volar, o que vuelan bajo como bajo-vuelan las perdices porque su rareza se abre sola y se cancela. El libro de Pablo Silva Olazábal es un tratado frondoso sobre un tipo de escritura muy pájara, muy rica, muy personal, muy singular, como debe ser, pero también una carta cifrada y llena de misterio para entrar en un universo, el de los escritores raros, que se abre algunas veces y casi siempre se cierra solo, como se abrió esa tarde un hueco en el mapa del mundo y uno decidió, con la excusa del nuevo título de Contrabando, entrar un rato en Uruguay para recomendar sinceramente a Silva y a Levrero y rendir este raro homenaje a Felisberto Hernández que sigue inundando cada noche nuestra barca de plantas.

(el Hype / Hermosas y malditas / 19-12-2017)

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