domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (14)


UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 8)

Como todos los espíritus estrechos, la señora Vauquer acostumbraba no salirse del círculo de los acontecimientos y no juzgar sus causas. Le gustaba achacar a los otros sus propias faltas. Cuando tuvo lugar aquella pérdida, la viuda consideró al honrado fabricante de fideos como el principio de su infortunio, y desde entonces, según decía, comenzó a desengañarse de él. Cuando hubo reconocido la inutilidad de sus mimos y de sus gastos de representación, no tardó en adivinar cuál era la razón. Acabó por convencerse de que su acariciada esperanza descansaba en una quimera y que nunca sacaría nada de aquel hombre, según las palabras enérgicas de la condesa, que parecía una mujer entendida. Como es natural, su aversión fue mayor que su amistad. Su odio no estuvo razón directa de su amor, sino de sus esperanzas frustradas. Si el corazón humano encuentra alivio subiendo los peldaños del afecto, rara vez se detiene en la rápida pendiente de los sentimientos del odio. Pero el señor Goriot era un pensionista y la viuda se vio obligada a reprimir las explosiones de su amor propio herido, a ocultar los suspiros que le causó aquella decepción y a devorar sus deseos de venganza como un monje vejado por su prior. Las almas mezquinas satisfacen sus sentimientos, buenos o malos, con pequeñeces incesantes. La viuda empleó su malicia de mujer en inventar sordas persecuciones contra su víctima. Comenzó por suprimir lo superfluo que había introducido en la mesa. “¡No más pepinillos, no más anchoas: son malos!”, le dijo a Silvia el día que se propuso reanudar su antiguo programa.

Papá Goriot era un hombre frugal, en quien la parsimonia necesaria a las gentes que tienen que hacer fortuna de la nada había degenerado en costumbre. La sopa, la carne cocida y un plato de legumbres habían sido y debían ser siempre su comida predilecta. La señora Vauquer no pudo atormentar, pues, a su huésped, cuyos gustos no podía herir de ningún modo. Desesperada al encontrar en él un hombre inatacable, se puso a desprestigiarlo e hizo que la aversión que sentía por Goriot se contagiase a sus huéspedes, los cuales, por diversión, se prestaron a sus venganzas. A fines del primer año la viuda se había vuelto tan desconfiada que se preguntaba por qué aquel negociante que poseía siete u ocho mil francos de renta, soberbios cubiertos de plata y alhajas tan buenas como las de cualquier mantenida, vivía en su casa, pagándole un hospedaje tan módico en relación con su fortuna. Durante la mayor parte de aquel primer año, Goriot había comido fuera de su casa una o dos veces a la semana; luego, insensiblemente, había llegado a no hacer esto más de dos veces al mes. Las escapatorias del señor Goriot convenían demasiado a los intereses de la señora Vauquer para que esta no se mostrase descontenta de la frecuencia con que su huésped comía en su casa. Así, tales cambios fueron atribuidos tanto a una lenta disminución de fortuna como al deseo de contrariar a su patrona. Una de las costumbres más detestables de los espíritus liliputienses estriba en suponer sus pequeñeces en los demás. Desgraciadamente, al finalizar el segundo año, el señor Goriot justificó las charlas de que era objeto, trasladándose al segundo piso y reduciendo su hospedaje a novecientos francos anuales. Tenía necesidad de hacer tan estrictas economías que no encendió fuego en su habitación durante todo el invierno. La señora Vauquer quiso que pagase por adelantado, a lo cual se avino el señor Goriot, que desde entonces fue llamado papá Goriot. Los huéspedes no tardaron en hacer apuestas sobre quién sería el primero en adivinar las causas de aquella decadencia. ¡Exploración difícil! Como había dicho la falsa condesa, papá Goriot era un disimulado, un taciturno. Según la lógica de las gentes de cabeza hueca, indiscretas porque no tienen nada que decir, los que no hablan de sus negocios es porque los hacen malos. Aquel negociante tan distinguido se convirtió, pues, en un bribón, y aquel galanteador, en un viejo raro. Según Vautrin, que fue por aquella época a vivir a la Casa Vauquer, papá Goriot era hombre que iba a la Bolsa y que, repitiendo una palabra muy enérgica de la lengua financiera, trampeaba con la renta, después de haberse arruinado. O bien era uno de esos pequeños jugadores que se aventuran a ganar todas las noches diez francos al juego. O algún agente secreto que trabajaba para la policía de investigación, aunque Vautrin lo consideraba poco astuto para esto. Papá Goriot era todavía un avaro que prestaba al sesenta por ciento o un jugador de lotería. En una palabra, lo creía uno de esos seres misteriosos que son engendrados por el vicio, la vergüenza o la impotencia. Pero por innoble que considerasen su conducta y sus vicios, la aversión que les inspiraba no llegaba hasta hacer que lo despidieran: pagaba su pensión. Por otra parte, era útil para que cada uno pudiera probar en él su buen o mal humor, haciéndole bromas más o menos pesadas. La opinión que parecía más probable, y que fue la generalmente adoptada, era la de la señora Vauquer. Según esta, aquel hombre tan bien conservado, sano como su ojo, con el cual una mujer podía tener todavía muchas satisfacciones, era un libertino que tenía gustos extraños. He aquí sobre qué hechos la señora Vauquer apoyaba sus calumnias. Algunos meses después de la escapada de la desastrosa condesa que había sabido vivir seis meses a expensas suyas, una mañana, antes de levantarse, oyó en la escalera el roce de una falda de seda y el paso menudito de una mujer joven y ligera que entraba a la habitación de Goriot, cuya puerta había sido abierta de antemano. Inmediatamente la obesa Silvia fue a decir a su ama que una muchacha demasiado bonita para ser honrada, vestida como una divinidad, calzada con borceguíes de lana fina que no estaban enlodados, se había deslizado como una anguila en la cocina y le había preguntado por la habitación del señor Goriot. La señora Vauquer y su cocinera se pusieron al acecho y sorprendieron algunas palabras tiernamente pronunciadas durante la visita, que duró un buen rato. Cuando el señor Goriot salió a acompañar a su dama, la obesa Silvia tomó inmediatamente su cesto y fingió ir al mercado para seguir a la pareja de amantes.

-Señora -dijo a su ama al volver-, qué rico debe ser el señor Goriot para permitirse ese lujo. Figúrese que en la esquina de la Estrapade lo estaba esperando un coche en el cual ella subió.

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