domingo

ESCRITOS DE HORACIO QUIROGA (51)


Tangos redentores (*) (1)

Durante mucho tiempo constituyó una de nuestras preocupaciones, el triste estado social, espiritual y moral de lo que, por un criollo eufemismo, hemos convenido en llamar milonguita.

En nuestra juventud las jóvenes de ese carácter no se llamaban milonguitas. Pero estas de hoy, de sus mil compañeros de bohemia sólo amaron furiosamente a uno solo: y aquel privilegiado ser, como los de ahora, devolvió a su amiga en golpes, religiosamente, el homenaje recibido a sus otros 999 admiradores. No cambian las circunstancias, como se ve, aunque los hombres varíen.

Algunas jóvenes habíamos conocido entonces, ingenuas como la alborada y puras como la luz, que a los seis meses de bohemia habían perdido, hasta donde es posible perder sin remisión ni memoria, aquellos dos celestes atributos. En balde hubiera sido buscar en los ojos de aquellas locuelas un resto de candor, una vislumbre de cansancio, una esperanza, por manchada que hubiere nacido, de otra espiritualidad. Todas, sin excepción, parecían no haber caído a un doloroso abismo, si no, antes bien, haber ascendido a un estado de beata perfección. Y ante este fenómeno de apariencia ilógica, si se considera lo que se ha escrito sobre la fatalidad de la caída, casi siempre extraña a la voluntad de la paciente, meditábamos, como hemos tenido el honor de decirlo, sobre el muy triste estado del alma de la milonguita profesional.

Una prolongada ausencia nos tuvo luego por diez años alejados de este problema y su ambiente, en un país donde no había milonguitas sino víboras. Pero la vieja preocupación sólo dormía, según pudimos apreciarlo a nuestra vuelta a la civilización, cuando con asombro sin igual nos enteramos por medio de la novela, del teatro, del cinematógrafo y de las revistas, de que el ambiente moral de la bohemia había cambiado milagrosamente. No se sabe de dónde un soplo de conciencia, de virtud, de redención fogosa había pasado sobre el alma de las milonguitas, despertando su moral, y no es ello sólo: El hombre, el culpable, había abierto también los ojos, y en aquella vieja magdalena criolla, canturreadora y tanguista, había visto, por fin, como el otro en Damasco, un pobre ser atormentado que le preguntaba con triste voz:

-¿Por qué me persigues?

¡Albricias! -exclamamos entonces-. ¡Alabados sean el hombre difícil y la mujer fácil, el cabaret, la milonga y los mismos antros del vicio, si sus tinieblas reservaban este gran fulgor moral!

Y con el alma alegre, como una pascua, nos encaminamos a un cabaret, donde entramos dirigiendo una fresca, fraternal y orgullosa mirada a las locuelas de ayer.

De nuestras profundas lecturas sobre el tema habíamos deducido el hecho siguiente: que la muchacha de ese momento, la extraordinaria milonguita redimida, podía clasificarse en tres grupos. El primero, y el más noble y numeroso de todos, lo formaban las chicas de los barrios pobres, casi siempre obreritas que fatalmente habían dado un mal paso. Constituían el segundo las europeítas ingenuas y engañadas, que al despertar de su pesadilla habían callado su dolor disimulándolo tras un constante canturrear de tangos mal pronunciados. El tercer grupo tenía por característica perdonar, perdonar y perdonar al infiel, al buen mozo, de mano derecha dura e izquierda blanda. Insultos, golpes, abandono todo le perdonaba noche y día, como a un hermano. Esa expresión hermano se interpretaba como una dolorosa comunión: él también -tanguista, entretenido o malevo- sufría atrozmente como ella y ambos, sin saber por qué.

Alrededor de estos tres grupos giraban -como antes las milonguitas- grandes dolores aislados que lloraban en las mismas revistas y en las mismas guitarras y bandoneones, a la percanta, maleada a golpes de antaño, que era ahora la noviciata; y a la vieja mama perpetuamente esquilmada, que se pronunciaba ahora madrecita.

¡Cuán distinto todo esto de lo que habíamos conocido en los recién pasados tiempos! ¡Cuándo y cómo podíamos haber sospechado este profundo manantial de ternura y honor en nuestras secas y tempestuosas compañeras de bohemia! La guerra, sin duda, había operado el mismo milagro.

Dulces y dichosos, pues, nos dirigimos a una mesa del cabaret, donde una joven sentada, y sin copa alguna por delante, miraba uno tras otro a los que entraban.

He aquí la ocasión -pensamos- de ponernos en comunión con el alma de esta gran solitaria.

-Comprendo perfectamente -comenzamos de un modo más bien extraño-, comprendo perfectamente tu abandono y tu silencio. Nada, nada me digas. Lo que leo en tus ojos, tus palabras, ¡pobre caída!, no podrían jamás expresarlo. ¡Sola, sola!, asistiendo como en un sueño a esta danza loca que no comprendes y que amas, pero que no sientes ni te satisface. Y danzas sobre tu pobre pasado que era entonces todo tu porvenir, y entrecierras los ojos al crédulo amante, para velar así la dolorosa y eterna contemplación de una mesa puesta, donde el pobre viejo cena en silencio con tus hermanas, sin querer mirar el puesto vacío de la mesa, donde faltas tú… ¿Te he comprendido?, Estercita.

Estercita, continúa mirándonos con no fingido asombro, se levanta sin prisa alguna, y midiéndonos de pies a cabeza, nos dice esta sola palabra.

-Piantá…


(*) Publicado en La Nación, Bs. As., 15 de agosto de 1926.

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