domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (13)


UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 7)

Desde aquel día, durante tres meses, la viuda Vauquer se aprovechó del peluquero del señor Goriot e hizo algunos gastos en su tocado, atribuyéndolos a la necesidad de dar a su casa un cierto decoro que estuviese en armonía con las personas dignas que la frecuentaban. Trabajó mucho para cambiar el personal de sus huéspedes, recalcando la pretensión de no aceptar en lo sucesivo más que gentes distinguidas en todos los conceptos. Si algún extraño se presentaba, ella le hacía notar la preferencia con que la había distinguido el señor Goriot, uno de los negociantes más notables y más respetables de París. Distribuyó prospectos, en cuyo encabezamiento se leía: CASA VAUQUER. “Era, decía ella, unas de las más antiguas y estimadas pensiones del Barrio Latino, con una de las vistas más agradables al valle de los Gobelinos (este valle se veía desde el tercer piso) y un bonito jardín, en el extremo del cual SE EXTENDÍA UN PASEO de tilos.” Hablaba del buen aire y de la soledad de la casa. Estos anuncios le llevaron a la condesa de Ambersmenil, mujer de treinta y seis años, que esperaba el final de una liquidación y la orden de pago de una pensión a la que tenía derecho como viuda de un general muerto en los campos de batalla. La señora Vauquer se esmeró en la mesa, encendió fuego en los salones por espacio de seis meses, y cumplió tan bien las promesas del prospecto que tuvo que gastar más de lo que ganaba. Así se concibe que la condesa dijese a la señora Vauquer, llamándola querida amiga, que le procuraría a la baronesa de Vaumeland y a la viuda del coronel conde Picquoiseau, dos amigas suyas que acababan el plazo que tenían pagado en el Marais en una pensión mucho más cara que la casa Vauquer. Por otra parte, aquellas damas estarían en muy buena posición cuando las oficinas del Ministerio de la Guerra acabasen su trabajo. “Pero”, decía la condesa, “el Ministerio no termina nada”. Después de comer, las dos viudas subían al cuarto de la señora Vauquer y pasaban allí el rato charlando, bebiendo casis y comiendo golosinas reservadas a la boca de la patrona. La señora de Ambermesnil aprobó complacida los proyectos de su posadera respecto de papá Goriot, proyectos excelentes que ella había adivinado desde el primer día; encontraba al hombre perfecto.

-¡Ah!, mi querida señora, es un hombre sano como mi ojo -le decía la señora Vauquer a la condesa-; un hombre perfectamente conservado y que puede aun dar muchas satisfacciones a una mujer.

La condesa hizo generosas observaciones a la señora Vauquer acerca de su indumentaria, que no estaba en armonía con sus pretensiones. “Tiene usted que ponerse en pie de guerra” le dijo. Después de muchos cálculos, las dos viudas se fueron juntas al Palais-Royal, donde compraron en sus Galeries des Bois un sombrero con plumas y una capota. La condesa arrastró a su amiga al almacén de La Petite Jeannette, donde eligieron un traje y un chal. Cuando estas municiones fueron empleadas y la viuda estuvo sobre las armas, se pareció en todo a la figura que ostenta el cartel del Boeuf à la Mode (1). Sin embargo, ella se encontró tan favorecida con su nueva indumentaria, que se creyó obligada con la condesa y, aunque era poco dadivosa, le rogó que aceptase un sombrero de veinte francos. A decir verdad, la posadera contaba con utilizarla para que sondase a Goriot y le insinuase la idea de hacerle la corte. La señora de Ambermesnil se prestó gustosa a este manejo y cercó al antiguo fabricante de fideos, logrando tener con él una conversación a solas; pero después de haberlo encontrado púdico, por no decir refractario a las tentativas que le sugirió su deseo particular de seducirlo por cuenta propia, salió indignada de su grosería.

-Ángel mío -le dijo a su querida amiga-, no sacará usted nada de este hombre. Es ridículamente desconfiado, un animal, un estúpido que no le dará más que disgustos.

Hubo tales cosas entre el señor Goriot y la señora de Ambermesnil, que esta no quiso volver a verlo. Al día siguiente partió, olvidándose de pagar seis meses de hospedaje y dejando ropa que no valía ni cinco francos. A pesar de las activas diligencias que hizo la señora Vauquer, no pudo obtener ningún informe en París acerca de la condesa de Ambermesnil. La viuda hablaba frecuentemente de este deplorable suceso, lamentando su excesiva confianza, no obstante ser más desconfiada que una gata; pero en esto se parecía a muchas personas, que desconfían del prójimo y se entregan al primer llegado. Hecho moral extraño pero verdadero, cuya raíz es fácil encontrar en el corazón humano. Tal vez ciertas gentes no tienen nada que ver con las personas con quienes viven; después de haberles mostrado el vacío de su alma, se sienten secretamente juzgadas por ellas con severidad merecida; pero, experimentando una invencible necesidad de la adulación que les falta, o devorados por el deseo de aparentar que poseen cualidades que no tienen, esperan sorprender la estimación en el corazón de aquellos que les son extraños, arriesgándose a ser sus víctimas. Finalmente existen individuos que no hacen ningún favor a sus amigos o a sus parientes, porque se lo deben; en tanto que favorecen a desconocidos; recogen así un halago para su amor propio y, cuanto más cerca está de ellos el círculo de sus afecciones, menos aman, y cuanto más lejos, más serviciales se vuelven. La señora Vauquer participaba, sin duda, en estas dos maneras de ser esencialmente mezquinas, falsas y execrables.

-Si yo hubiera estado aquí -le decía el seño Vautrin-, esa desgracia no hubiese ocurrido. Bonitamente hubiese desenmascarado a esa farsante. Yo conozco sus caras.

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