domingo

EL TEATRO Y SU DOBLE (8) - ANTONIN ARTAUD


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EL TEATRO Y LA PESTE (5)

Una vez abierto, el cadáver del pestífero no muestra lesiones. La vesícula biliar, que filtra los residuos pesados e inertes del organismo, está hinchada, llena de un líquido negro y viscoso, tan denso que sugiere una materia nueva. La sangre de las arterias, de las venas, es también negra y viscosa. La carne tiene la dureza de la piedra. En las superficies interiores de la membrana estomacal parecen haberse abierto innumerables fuentes de sangre. Todo indica un desorden fundamental de las secreciones. Pero no hay pérdida ni destrucción de materia, como en la lepra o la sífilis. Los mismos intestinos, donde ocurren los desórdenes más sangrientos, donde las materias alcanzan un grado inaudito de putrefacción y de petrificación, no están afectados orgánicamente. La vesícula biliar, donde el pus endurecido tiene que ser arrancado virtualmente con un cuchillo, un instrumento de obsidiana vítreo y duro, como en ciertos sacrificios humanos, la vesícula biliar, hipertrofiada y quebradiza en algunos sitios, está intacta, sin que le falte ninguna parte, sin lesión visible, sin pérdida de sustancia.

En ciertos casos, sin embargo, los pulmones y el cerebro afectados ennegrecen y se gangrenan. Los pulmones ablandados, caen en láminas de una desconocida materia negra; el cerebro se funde, se encoge, se deshace en una especie de negro polvo de carbón.

De este hecho cabe inferir dos observaciones importantes: la primera, que en el síndrome de la peste no hay a veces gangrena del cerebro o los pulmones, que el apestado está perdido aunque no se le pudra ningún miembro. Sin subestimar la naturaleza de la peste, podemos decir que el organismo no necesita de la presencia de una gangrena localizada y física para decidirse a morir.

Segunda observación: los únicos órganos que la peste ataca y daña realmente, el cerebro y los pulmones, dependen directamente de la conciencia y de la voluntad. Podemos dejar de respirar o de pensar; podemos apresurar la respiración, alterar su ritmo, hacerla consciente o inconsciente, introducir un equilibrio entre los dos modos de respiración: el automático, gobernado por el gran simpático, y el otro, gobernado por los reflejos del cerebro, que hemos hecho otra vez conscientes.

Podemos igualmente apresurar, moderar el pensamiento, darle un ritmo arbitrario. Podemos regular el juego inconsciente del espíritu. No podemos gobernar el hígado que filtra los humores, ni el corazón y las arterias que redistribuyen la sangre, ni intervenir en la digestión, ni detener o precipitar la eliminación de las materias en el intestino. La peste pues parece manifestar su presencia afectando los lugares del cuerpo, los particulares puntos físicos donde pueden manifestarse, o están a punto de manifestarse, la voluntad humana, el pensamiento, y la conciencia.

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