XXVIII / ADIÓS A LA TIERRA PURPÚREA (2)
Lo único que deseaba en este momento era encontrar un sitio seguro donde poder reflexionar sobre la situación sosegadamente, y concertar, si fuera posible, algún plan para burlar a don Hilario, quien había andado demasiado listo para mí. Por último, de los muchos planes que cruzaron mi mente mientras estaba sentado a la sombra de una cerca de cactos como a veinte cuadras de la población, resolví, de acuerdo con mi vieja y bien probada regla adoptar el más temerario, cual era el de entrar inmediatamente en la población y pedir la protección de mi país. El único inconveniente que presentaba este plan era que, tal vez, la fuga de Demetria se vería frustrada. Mientras me ocupaban estos pensamientos, vi pasar en dirección a la ciudad un coche cerrado, cuyo cochero estaba un tanto borracho. Saliendo de mi escondite, logré hacer que se parase y le ofrecí dos pesos para que me llevara al Consulado Británico. Era coche particular, pero los dos pesos tentaron al hombre, así que después de recibir el dinero anticipadamente, me permitió subir; luego, cerrando las ventanillas y arrellanándome en los cojines, fui transportado rápida y cómodamente a la casa de refugio. Me presenté al cónsul y le conté una discreta mezcla de verdad y mentiras, diciéndole que había sido prendido forzosamente y obligado a servir en las filas de los Blancos, y que al escaparme de los rebeldes y llegar a Montevideo, me había causado gran asombro encontrarme con la noticia de que el Gobierno tuviera la intención de meterme preso. El cónsul me hizo unas cuantas preguntas y examinó el pasaporte que él mismo me había remitido hacía pocos días; y luego, riendo alegremente, se puso el sombrero y me invitó a que lo acompañara al Ministerio de Guerra. El subsecretario, el coronel Arocena, era, me dijo, un amigo personal suyo, y si lo podíamos ver, todo se arreglaría. Andando a su lado, me sentí bien seguro y valiente otra vez, pues en cierto sentido estaba caminando con la mano apoyada en la soberbia melena del león británico, cuyo rugido no se provocaba impunemente. En llegando al Ministerio, el cónsul me presentó a su amigo, el coronel Arocena, un afable caballero de edad, calvo y con un cigarrillo entre los labios. Escuchó con interés y -me pareció- que con una sonrisa medio incrédula, el cuento desgarrador de la crueldad con que me habían tratado aquellos malditos rebeldes de Santa Coloma. Cuando terminé mi relación, me pasó una hoja de papel en que había garabateado unas cuatro líneas, añadiendo, al mismo tiempo:
-¡Vaya, mi joven amigo! Tome este papel y nadie lo molestará aquí en Montevideo. Ya hemos tenido noticias de sus hazañas en el departamento de Florida y también en el de Rocha, pero, no nos proponemos declararle la guerra a Inglaterra por usted.
Todos nos reímos de este discurso; en seguida, cuando hube guardado en el bolsillo el documento en cuyo margen se ostentaba el sacrosanto sello del Ministerio de Guerra, pidiendo a cuantos lo leyeren que no molestasen al portador de sus legítimas idas y venidas, agradecimos al amable coronel y nos despedimos. Pasé una media hora paseando con el cónsul; luego nos separamos. Mientras estuvimos juntos, había reparado en dos hombres de uniforme a cierta distancia de nosotros, y ahora, volviendo a casa, observé que me venían siguiendo. Al poco rato me alcanzaron y me intimaron cortésmente su intención de llevarme preso. Sonreí, y sacando del bolsillo el precioso documento del Ministerio de Guerra, se lo presenté. Se mostraron sorprendidos y me lo devolvieron, excusándose, al mismo tiempo, por haberme molestado; luego se fueron, y continué tranquilamente mi camino
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