domingo

LA CARRETA (40) - ENRIQUE AMORIM


X (2)

Sostuvo su pingo por las riendas, lo ató al alambrado y volvió sobre su presa. El caballo del muerto se alejó, espantado, pisándose las riendas.

No titubeó. Cargó con el cuerpo sobre las espaldas. Ya había aparecido su perro barroso, que lamía la sangre derramada como si le hubiesen enseñado a borrar las huellas. Lo seguía, lamiendo las gotas de sangre sobre el pasto húmedo.

Anduvo hasta el chiquero. Los chanchos gruñían. Iban de un lado a otro, alzando barro. La aurora daba un tinte rosado al redondel pantanoso donde se debatían los animales hambrientos.

Volcó el cadáver en el chiquero. El cuerpo, al caer, hizo un ruido como de pellejo a medio llenar. Se abalanzaron las bestias sobre los despojos de Alfaro. Gruñían, rezongaban, se peleaban a dentelladas, para ver quién aplicaba el mejor golpe de colmillo. En un segundo, andaban las piernas de Pedro Alfaro por un lado, los brazos por otro.

-¡Aprendé, miserable!

El sol iba saliendo. Un rayo rojo a ras de tierra doraba los campos. Ya tenían sombras el perro y la baja figura de Chiquiño. Unas sombras largas sobre la tierra fresca, sobre los pastos verdecidos. Las dos sombras iban hacia el rancho, paso a paso. En el alambrado, con la cabeza gacha, la resignación pasiva de su caballo.

Chiquiño olvidó su pingo. Los chanchos gruñían demasiado para que se ocupase de otra cosa. Se sentía deshecho. Entró al rancho y halló a su china dormida boca abajo, hundida en el sueño, como él en el crimen. Cerró el postigo, por donde entraba el sol. Y se volcó en el catre, como un fardo.

Bajo su cama, el perro barroso se lamía las fauces, mirando hacia la puerta por donde entraba el fresco de la mañana.

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