XXVIII / ADIÓS A LA TIERRA PURPÚREA (1)
Después de eso, me encontré otra vez de vuelta en Montevideo. Cuando le dije adiós a Demetria, no parecía querer permitirme ir, guardando mi mano en la suya un rato inusualmente largo. Era, tal vez, la primera vez en su vida que fuera a quedar sola entre gente enteramente extraña, y habiendo nosotros intimado tanto durante los últimos años, era sólo natural que se arrimara un poco a mí, al separarnos. Le di otra vez un apretón de manos, exhortándola a que tuviese valor y alentándola con la esperanza de que en pocos días más habría pasado todo el peligro y las dificultades; no obstante, continuó reteniendo mi mano en la suya. Esta tierna desgana a que la dejara fue conmovedora además de halagüeña, pero un poco inoportuna, pues estaba deseoso de estar a caballo y en camino. Luego, mirando la ropa algo usada que llevaba puesta, dijo:
-Ricardo, si voy a quedar escondida aquí hasta que me una a ustedes a bordo, entonces tendré que conocer a tu mujer con este vestido viejo.
-¡Oh! ¿Es eso entonces, Demetria, en lo que estás pensando? -dije.
Inmediatamente hablé con nuestra amable dueña de casa, y cuando le expliqué este serio asunto, ofreció ir ella misma en seguida a Montevideo a buscar las prendas necesarias, algo en que yo no había pensado, pero que evidentemente había tenido a Demetria muy preocupada.
Cuando, por último, llegué al pequeño retiro suburbano donde habitaba mi tía política, Paquita y yo nos portamos, durante cierto tiempo, como un par de locos, tan grande era nuestra felicidad al hallarnos juntos otra vez, después de tan larga separación. Durante ese período no había recibido ninguna carta de ella, y de la veintena que yo escribiera, sólo habían llegado a sus manos dos o tres, así que tuvimos mil preguntas que hacer y contestar. No se cansaba de mirarme, ni de maravillarse de mi color tostado y los bigotes y la barba que ahora llevaba, mientras que ella -¡mi pobre linda mujercita!- estaba inusitadamente pálida; pero, a pesar de esto, tan hermosa, que me admiraba cómo, poseyéndola pudiera haber encontrado a cualquier otra mujer siquiera medianamente buena moza. Le hice un relato circunstanciado de mis aventuras, omitiendo solamente algunos pocos asuntos que mi honor no me permitía divulgar.
Por ejemplo, cuando le conté de mi estada en la estancia de los Peralta, no dije nada que traicionara la confianza depositada en mí por Demetria, ni tampoco me pareció necesario mencionar la aventura con aquella picaruela hechicera de Cleta, con el resultado de que Paquita quedó muy complacida de la caballerosa conducta que había mostrado en todo el asunto, y estaba muy predispuesta a darle a Demetria un lugar en su corazón.
No haría veinticuatro horas que estaba de vuelta en Montevideo cuando recibí una carta de don Florentino Blanco, probando que la precaución que tomara al dejar a Demetria a cierta distancia de la ciudad no había sido en vano. La carta me informaba que don Hilario luego cayó en la cuenta de que me había fugado con la hija de su infortunado patrón, y que no le cupo duda al respecto cuando descubrió que el mismo día que me despedí, una persona cuya descripción correspondía en todo particular a la mía, había comprado un caballo y una silla de mujer y había ido en dirección a la estancia por la noche.
Mi corresponsal me previno que don Hilario llegaría a Montevideo antes de su carta; también, que él había descubierto algo respecto a la parte que yo tomara en la última insurrección, y que con seguridad pondría el asunto en manos de Gobierno a fin de que me detuvieran, después de lo cual tendría poca dificultad en obligar a Demetria a volverse con él.
Por un momento me consternó esta noticia. Afortunadamente, Paquita no estaba en casa cuando la recibí, y temiendo que pudiese volver y tomarme desprevenido, en ese estado de desaliento, me apresuré a salir; entonces, a través de calles diagonales y angostas callejuelas, y mirando furtivamentente en rededor por temor de encontrarme con la policía, me escapé de la ciudad.
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