domingo

ENRIQUE AMORIM - LA CARRETA (39)


X (1)

Gruñían ásperamente en el chiquero diez cerdos negros. Pasada la tormenta, los animales, famélicos, hozaban el barro, rezongando en pesado andar de un lado para otro. El cerco de piedra que limitaba el encierro oponíase a las bestias ansiosas de espacio. Llevaban dos semanas sin un solo bocado. Ya aparecían dos ejemplares maltrechos fuera de combate, luego de feroces peleas. En estado miserable pero aun con fuerzas, quedaban cinco. El resto, tres hembras de tetas flacas, se hallaban echadas en una esquina. Gruñían lúgubres de la mañana a la noche. Se quejaban durante el temporal como si pidiesen al cielo lo que les estaba negando desde hacía tiempo. Con los hocicos rojos de sangre levantaban barro, absorbían el agua densa de aquel pantano pavoroso. Husmeaban en las piedras, miraban el cielo.

Nadie se acercaba al chiquero. No lo permitía Chiquiño desde hacía tres semanas. En la alta noche se oía el lamento de los cerdos. A veces no se podía dormir, la mujer de Chiquiño, sufriendo a la par que las bestias y reclamando en vano, las razones de aquel suplicio.

Chiquiño no respondía. Taciturno, ambulaba, seguido de su perro, un mastín barroso que iba recogiendo la cólera que al andar dejaba caer su dueño.

El rancho aparecía envuelto en una atmósfera asfixiante. Nadie aguantaba allí más de una hora. Chiquiño salía al campo, iba al boliche y volvía siempre cabizbajo, enmudecido. Se arrimaba al chiquero, distante unos cien metros del rancho, y volvía maldiciendo. Su fuente de recursos era precisamente la cría de porcinos. Los vendía muy bien y antes cuidaba de aquella piara con atención y recelo. Temía que le robasen, y más de una noche su mujer lo sorprendió con el revólver en la mano.

Una vez había oído el rezongo de los chanchos. Descubrió que su mujer andaba por el chiquero. Por el camino un jinete se alejaba al trotecito. Buen conocedor, no le fue difícil descubrir al alazán de un vecino, Pedro Alfaro. Si no era este quien acababa de verse con su mujer, era alguien que había utilizado aquel animal. Desde esa noche no le dio sosiego a su sombra.

A la mañana siguiente anduvo por la pulpería preguntando por Alfaro.

-¿Tiene siempre el alazán marca cruz?

-Hoy se habló de que lo vendían a Fagundes -respondió el interpelado.

A Chiquiño le bastó. Volvió a su rancho y le aplicó una soberana paliza a su mujer. No le dio explicaciones ni recriminó la acción. Ella creyó que estaba borracho y se dejó azotar.

Chiquiño esperó tres semanas. Y Alfaro no pasaba por el camino. Una noche, sábado de borrachera, encontró a su enemigo en la carpa de las quitanderas. En la francachela y la jarana, Chiquiño parecía más bien sereno. Acarició a las dos mujeres que venían en la carreta y al enemigo le dio toda clase de seguridades:

-¡Las mujeres son pa todos, canejo!... ¡Tuitas debían ser como estas!... -decía para que Alfaro no sospechara.

Mirando la carreta, Chiquiño retrocedió a sus días lejanos. Bajo la carreta había tenido el primer encuentro con la quitandera Leopoldina, allá por las inmediaciones de “La Lechuza”. Aquel vehículo le recordó su mocedad y le hizo crecer el impulso de la venganza. Mirándola de reojo evocó su pasado. Había en sus ojos un algo misterioso que atrajo a su lado a una de las carperas. Se le acercó con zalamerías, preguntándole cosas sin importancia. Con ella cayó a la carpa, donde conversó en voz baja. Entre las miradas corría una ráfaga helada. Pedro Alfaro, con la cabeza baja, articulaba una que otra palabra, receloso e intranquilo. Nadie sabía por qué no se animaba al diálogo. En vano las quitanderas intentaban bromas y chanzas. Tanto Chiquiño como Alfaro y dos troperos que habían caído a la rueda, se iban sintiendo incapaces de separarse deñ extraño círculo. Rondaba por allí un huésped desconocido. Los hombres de campo presienten los crímenes, como los animales las tormentas. Bebían para separar aquella idea de su mente. Les roía un presentimiento de reyerta, un anuncio de armas blancas.

El alcohol por momentos parecía acercarlos. Pero era una falsa escaramuza. Alfaro le pasó la botella a Chiquiño.

Bebieron al fin amistosamente y, cuando amanecía, al tranco iban juntos cruzando un potrero.

-No la tengo más a la Leopoldina… La muy rastrera se jué con el sargento… -dijo Chiquiño al enfrentar su rancho.

Pedro Alfaro pensó que no sospechaba de él. Confiado, le tendió la mano para despedirse. Y, en lugar de saludo, le asestó la puñalada que tumbó a Alfaro del caballo..

Los animales no se asustaron. Chiquiño, con un tajo de oreja a oreja, separó del cuerpo la cabeza de su enemigo.

En el barro fresco, a pocos pasos de su rancho, quedó tendido el cuerpo de Alfaro.

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