El impudor literario nacional (*) (2)
-¡Con buenas me viene usted! -me ha dicho burlón el genial novelista.- ¿Desde el fondo de qué época nos viene? ¿Usted es de los que creen todavía en una torre de marfil, el arte por el arte, y todas las pamplinas que hicieron morir de hambre a los escritores? No, amigo. Eso ya pertenece al pasado. Con el último novelista que usó de almohada los doscientos cincuenta volúmenes de su edición íntegra, murió también la tontería de sus descendientes. Un libro es un producto en venta, ¿sí o no? ¿Aspira su autor a vivir, cueste lo que cueste, de su literatura, o escribe solamente por escribir? Es un libro un artículo comercial, una mercancía colocar, o no es nada. Es una mercancía, claro está, expuesta en los escaparates y en los quioscos, para la cual usted solicita comprador. ¿Entendido? Luego, pues, anuncie su producto, si quiere que se venda. ¿No quiere que se venda? No se exponga, imprima su libro y ofrézcalo gratis. Pero usted no pretende eso, sino venderlo. ¿Y cómo anuncia y propicia usted la venta de una mercadería? Con carteles, muchos carteles y letreros detonantes: ‘Jabón Klic-Klic’, la maravilla de los jabones… Use usted el cepillo de dientes ‘Papirusa’ único en el mundo… ¡A todas las madres! Si no queréis ser causantes de la muerte de vuestros hijos, limpiadlos con la esponja ‘Sin Rival’…”, y aun la forma imperativa: “¡No más calvos!” que se traduce por “¡Lea usted tal cosa!” ¿Percibe usted? Así es como se anuncia una mercadería que se quiere vender. Y un libro, amigo mío, que debe darle a usted para vivir, pues de otro modo no es negocio, es apenas una esponja, un jabón o un cepillo de dientes… ¿Su libro es sólo un modesto libro, y usted no lo ignora? ¿Y pretende asimismo vender cien mil ejemplares? Pues entonces, fije usted carteles que adviertan en grandes letras: “¡Cuidado, la esponja ‘Sin Rival’ está infectada!... El cepillo ‘Papirusa’ hace caer los dientes… ¡El jabón ‘Klic-Klic’ ensucia lo que estaba limpio”… Magnífico reclame, ¿verdad? Pues tal éxito obtendrá si permite que el público se entere de que su libro tiene el pobre valor que usted mismo le otorga. Y no venderá un solo ejemplar. Y como usted ha elegido el oficio de escritor para vivir de él, y no para que él lo mate, anuncie o insista en carteles sucesivos: “El famoso novelista… Del genial escritor… Contrato monstruoso”… Como el público pide siempre rebaja, comprará su libro, desconfiando de que usted sea tan gran escritor. Acaso también tire su novelita apenas comenzada su lectura, pues usted ya habrá colocado a diez centavos un producto que le costó cuatro, y aquí está el éxito de su oficio. ¿Entendido?
Yo no entendí nada, ciertamente, y abandoné a mi triunfante amigo. Pero camino de casa iba pensando, aunque no sin recelo:
¿Es posible que un libro, una novela, una obra de arte, en fin, no sea otra que un mondadientes patentado, una gomina excelente o una turbia pasta de jabón? ¿No existe diferencia entre un hombre cuya misión es crear belleza, y un engrudador de paredes, a tanto el ciento? ¿No hay algo a que pueda llamársele vergüenza, que haga titubear la mano de un joven no viciado, cuando se anuncia a sí mismo como un Shakespeare? ¿No existe entre los jóvenes escritores una pizca de pudor artístico, cuando al final de sus pobres y fáciles palabras, anotan ellos mismos: “Obra genial, digna de Dante”?
Continúo triste con estos pensamientos, hasta llegar a casa. Y al tropezar con mi hermana le digo:
-¡Oh hermana! Si fueras hermosa, verdaderamente hermosa, ¿pasearías por la calle con grandes letras en el vestido anunciando tu belleza?
Mi tierna hermana se ruboriza de placer.
-Oh, Aquilino -me responde-, si fuera hermosa cómo dices, no sé qué haría!...
-Pero eres fea y lo sabes, pobre hermana. Y fea y todo, ¿te atreverías a anunciar con iguales letras e igual vestido, una belleza que no tienes?
-¿Yo? ¡Ah, eres cruel! -me dice llorando amargamente.
-¡Gracias a Dios!, me digo entonces alejándome. Por lo menos en una muchacha fea se hallan la vergüenza y el pudor que no se encontraba en aquellos.
(*) Publicado en El Hogar, Bs. As. nº 637, 30 de diciembre de 1921 (seudónimo, Aquilino Delagoa).
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