(Una profética denuncia de la crueldad espectacularista y consumista que campea en la actual barbarie posmodernista, escrita hace 117 años.)
PRIMERA ENTREGA
Una vez, en tiempo que, como todos los pasados, “fue mejor”; cuando estrenaba mis armas literarias, se requirió mi parecer en una encuesta relativa a si debía o no levantarse la prohibición de las corridas de toros. Pasaba yo entonces por esa crisis de diletantismo, desdeñoso de la acción y de las ideas, ebrio del arte puro, que suele ser como el prurito de la dentición en los espíritus de naturaleza literaria, (aunque en mí nunca caló muy hondo). Por aquel tiempo había descubierto a Gautier, y este sol me tenía deslumbrado. Con tales antecedentes no será difícil comprender que hiciese hasta cierto punto, la defensa de la pintoresca barbaridad, en nombre de la belleza, del color y de la originalidad característica de tradiciones y costumbres. No necesito decir que hoy mi respuesta sería otra.
Recordaba esto, ha pocos días, volviendo de satisfacer mi curiosidad en cuanto al espectáculo qué, con el nombre de rat-pick, anuncian los carteles y que goza ya de cierta popularidad. ¿En qué consiste el rat-pick?
El rat-pick no es sino la caza de la rata por los grifos rateros que llaman fox-terriers. Esta caza da pretexto a un juego de sport. Frente a las gradas de los espectadores, un recuadro, cercado de madera, sirve de palenque. Tres fox-terriers aguardan encerrados en otras tantas casillas, simultáneamente con la trampa en que traen a la rata, la cual, despavorida, busca huir, mientras los perros se lanzan en competencia sobre ella: el que primero la atrapa es el ganador. Veces hay en que la rata se resiste y muerde; pero claro está que no llega el caso de que escape a las mandíbulas de sus perseguidores. Pronto los canes, disputándosela, arrancándosela uno a otro, la truecan en piltrafas sangrientas: dase, con esto, por terminada una tanda, y a los breves minutos se entra a otra.
El rat-pick, como casi todo espectáculo de sport, es invención de ingleses y ocasión frecuentemente elegida entre ellos para despuntar el vicio de la apuesta, por la gente del vulgo y también por la ociosa juventud aristocrática. Excluiré, desde luego, de mi comentario, lo que se refiere a esta intervención del juego de azar; no sólo porque nos llevaría a moralidades muy triviales, sino porque confieso que no es la nota reprobable que más subleva mi espíritu en esta baja diversión. Mis soliloquios de espectador repugnado fueron de distinto género, y voy a ponerlos ahora por escrito. Razonemos acerca de las cosas pequeñas, puesto que no nos favorecen con su presencia las grandes.
Inútil me parece advertir que si ya va tiempo que me despedí del dilettantismo indiferente, dispuesto a perdonar y consagrar de lícita toda apariencia amable, no he renegado de la religión de la belleza, ni he dejado de comprender las inmunidades y exenciones que ésta regiamente instituye para los seres y las cosas que señala en su favor. Y en su relación con la moral, no sólo en los dominios del arte propendo a conceder a cuanto es bello una irresponsabilidad olímpica, sino que, dentro de la misma realidad y de la misma acción, concedo que allí donde lo bello es el fin o la forma de lo malo, lo malo no se cohonesta, pero sí se atenúa. Si esto es resabio de diletantismo, yo me declaro impenitente. El sentimiento que nos dominaría ante la Bacante en furor, inspirada y bella, que desgarraba entre sus manos convulsas las entrañas crudas de las víctimas, no se confundirá jamás con el que experimentaríamos en presencia de un acto semejante realizado sin el encrespamiento orgiástico y de modo vulgar. La apariencia bella es hechizo que, aun en la contemplación de la maldad y del odio, brinda gratas mieles; como, en las representaciones plásticas o poéticas de la sensualidad, la belleza es la sal que evita la mal oliente podredumbre y separa una página de Lucio o de Petronio del fangal de las vulgaridades obscenas. La perversidad pagana, que imaginó las crueldades del Coliseo, nunca olvidó revestirlas de belleza; y esta preocupación no falta, aunque depravada y retorcida, ni aun en las más atroces demencias de Nerón. Una pasión de lo bello, de lo magnífico y lo raro, que, como la que concurrió a inspirar las invenciones satánicas del circo, pasa por encima de toda valla de moral y de todo instinto de humanidad y simpatía para realizar su inaudito sueño de arte, es cosa que impone un asombro rayano de la admiración, y aun cierto sentimiento de respeto, como toda energía avasalladora y soberbia que corre arrebatada en dirección a un fin único. Las escenas que el velárium de púrpura cobijó en la pista enorme, enrojecida por oleadas de sangre: las hecatombes, los suplicios, las cacerías monstruosas, los encuentros de gladiadores, constituían un espectáculo perverso, pero no mezquino. Y cuando los seiscientos leones que Pompeyo echó una vez a la arena, hacían temblar, de un trueno espantable, los cimientos del circo, se comprende que este trueno tuviese fuerza para ensordecer la protesta de sentido moral.
No hay comentarios:
Publicar un comentario