CANTO CUARTO
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Cuando preso de una crisis de alienación mental, corro por el campo, llevando oprimida contra mi corazón una cosa sangrante que conservo desde hace mucho tiempo como una reliquia venerada, los chicuelos que me persiguen… los chicuelos y las viejas que me persiguen a pedradas, lanzan estos gemidos lamentables: “Esa es la cabellera de Falmer.” Apartad, apartad, por lo tanto, esa cabeza calva, lisa como el caparazón de la tortuga… Una cosa sangrante. Pero soy yo mismo el que habla. Su cara oval, sus rasgos majestuosos. Pues creo, en efecto, que era más débil. Las viejas y los chicuelos. Pues creo, en efecto… ¿qué quería decir?... pues creo, en efecto, que era más débil. Con brazo férreo. Ese golpe, ese golpe, ¿lo mató? ¿Se destrozaron sus huesos contra el árbol… irremediablemente? ¿Lo mató ese golpe provocado por el vigor de un atleta? ¿Ha conservado la vida, aunque sus huesos estén irremediablemente destrozados… irremediablemente? ¿Ese golpe lo mató? Temo llegar a saber aquello de lo que mis ojos cerrados no fueron testigos. En efecto… En especial sus cabellos rubios. En efecto, hui lejos con una conciencia en adelante implacable. Tenía catorce años. Con esta conciencia en adelante implacable. Noche tras noche. Cuando un joven aspirante a la gloria, en un quinto piso, inclinado sobre su mesa de trabajo a la hora silenciosa de la medianoche, percibe un murmullo que no sabe a qué atribuir, vuelve hacia todas partes la cabeza, agobiada por la meditación y los manuscritos polvorientos; pero nada, ningún indicio descubierto que le revele la causa de lo que oye tan débilmente, aunque, con todo, lo oye. Al final advierte que el humo de su bujía, elevándose hacia el techo, provoca a través del aire ambiente, las vibraciones casi imperceptibles de una hoja de papel colgada de un clavo fijo en la pared. En un quinto piso. Así como un joven aspirante a la gloria percibe un murmullo que no sabe a qué atribuir, del mismo modo oigo yo una voz melodiosa q ue pronuncia a mis oídos: “¡Maldoror!” Pero antes de descubrir su engaño creía oír las alas de un mosquito… inclinado sobre su mesa de trabajo. Sin embargo, no sueño; ¿qué importa que esté acostado en mi lecho de raso? Conservando mi sangre fría hago la observación perspicaz de que tengo los ojos abiertos aunque sea la hora de los dominós rosas y de los bailes de máscaras. ¡Jamás!... ¡Oh, no, jamás!... ¡Una voz mortal hizo oír esos acentos seráficos, pronunciando con tal dolorosa elegancia las sílabas de mi nombre! Las alas de un mosquito… ¡Qué voz benevolente!... ¿Entonces me ha perdonado? Su cuerpo fue a estrellarse contra el tronco de una encina… “¡Maldoror!”
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