domingo

6 POEMAS DE ROBERTO APPRATTO



1

De "Lugar perfecto" (2011)

La riqueza instantánea de un poema
brilla durante, al margen de las circunstancias,
con el sonido en negrita y bien a la vista.
El resto del día no hay nada que decir
salvo un gesto de vacilación emocionada,
una pérdida de sentido de tanto repetirlo
con la convicción absoluta de que cambió
el orden de lo que sabías, la línea imaginaria
que va de ahí a la historia personal,
hasta el deseo. Esa riqueza:
inevitable.


2  

En otros tiempos yo miraba El crucero del amor
y Simon & amp; Simon los domingos de noche, en familia,
en el living. Era una continuidad segura, una cosa
detrás de la otra y en sí misma. Me acuerdo de la música
de El crucero del amor cuando presentaban a los actores:
“su capitán”, “su cantinero” y después venían
Simon& amp;Simon investigadores
y empezaba un caso policial en tono ligero,
que seguíamos, lamentando los cortes comerciales. Era
los domingos de noche, era una capa de la noche
iluminada por dentro, preservada en lo más íntimo.
En esos momentos las voces del capitán y de la azafata
resonaban en silencio, en el hueco que el domingo de noche
dejaba a la altura de las circunstancias: ése es un tiempo
que se aparta de otros sólo por eso, por el brillo particular,
por ejemplo, del recuerdo de Bernie Koppell
como medico de a bordo, el mismo que hacía de agente de Kaos
en El agente 86. Lo concreto de lo que era
ayuda a ver la vida alrededor. Simon &Simon era en California,
en un entorno de playa permanente y ropa ligera:
la música en los puntos dramáticos era la ficción absoluta
de la madurez en dictadura, el campo visual en blanco y negro
al final de cada semana del ochenta.
Como si todo estuviera dicho y sólo quedara repetir
El crucero del amor y Simon& amp;Simon  una y otra vez,
casi sin respirar. Como si la vulgaridad se hiciera visible
sobre las ruinas del gesto cotidiano, y todo eso
para llegar al lunes.


3

Las últimas palabras de mi madre
tal vez un día antes de su muerte
(casi no hablaba) en el CTI del Hospital Italiano,
una sala antigua donde unas cortinas separaban
cada cama de la de al lado. Ella permanecía
casi todo el día con los ojos cerrados, derrotada
a los 83 años recién cumplidos. Así que
cuando entré a verla, ya de tardecita, después
de hablar con mis hermanos afuera, y me acerqué
a la cama para saludarla, pensaba, como se piensa en esos casos,
y como la ya prolongada enfermedad nos había acostumbrado a pensar,
quién era esa madre, qué había sido, qué quería decir
madre después de tantos días de internada y de tantos años
de ser madre, qué era, mientras le agarraba la mano
libre de cables, con  cuidado, la relación entre hijo y madre,
eso estrictamente personal que había entre ella y yo: ella,
Noemí Davison, tirada en la cama, notoriamente enflaquecida,
y con una mueca de dolor que, de alguna manera, reproducía
la mueca de risa que siempre había tenido,
aun cuando no hubiera nada de qué reírse, y que amabilizaba sus rasgos,
o los hacía cómicos a su pesar. Ella era un cuerpo quieto
al cual yo llegaba, entonces, un viernes,
para estar al menos un rato, unos minutos, como las dos semanas
 anteriores, exactamente desde su cumpleaños, el 10 de julio,
cuando, de niño, tomaba chocolate caliente en el festejo:
estar con mi madre, con la mano agarrada, era tratar de hablar,
de hacer valer de algún modo ese tiempo
como el tiempo entero de ser hijo. La luz intensa del recinto,
general, convertía en público lo privado, dejaba a la vista
la vacilación afectiva, la distancia que me suspendía frente a su rostro
y su pelo gris, nunca del todo blanco. Estaba con los ojos abiertos,
pero no se sabía qué veía, qué era el mundo que se le veía encima,
y ahí estaba yo, el hijo menor, ante la suavidad que la rodeaba,
un aire leve que le impedía levantar la voz, y mucho más
devolver la presión de los dedos de ese tipo, de cuarenta y nueve años,
a quien, tal vez, no reconocía como su hijo: un aire
de no esperar nada de nada, ya “casi sin resto”, como me había dicho
el médico de guardia: un espacio de silencio profundo que rompió
para decir “mijito”, muy despacio, pero también muy claro. Como
una prueba, un juego que disimulara la gravedad de la situación ,
y a la vez incluyera el tiempo de hijo y madre que estaba en la escena,
le pregunté qué hacía yo en la vida. Literatura, dijo, sin dudar
ni un segundo, sílaba por sílaba. Eso fue lo que dijo esa noche,
lo que quedó entre ella y yo, como si fuera poco. Cuando salí a la calle,
a la oscuridad del parque, vi que me había quedado solo,
a la intemperie, con las últimas palabras de mi madre:
el saber secreto de mi madre, que, desde entonces,
deja al presente en una línea sólida que muestra lo que hubo,
el sonido del tiempo restante para ser hijo y hacer literatura
en la intimidad del fresco de la noche. Para eso, entonces,
sin olvidarse de nada.


4

SIN PALABRAS (2014)

La información que depositan unos zapatos en el suelo,
La imagen de unos zapatos en el suelo
es lo que el mundo dice de sí mismo
es lo que queda cuando todo lo demás
desaparece. El cuadro nítido de otra cosa
que no son los zapatos en el suelo, pero en el mismo tono.
es cuando pasan partes enteras de pasado
para dejar sólo eso, como un juego de la respiración
entre estar y no estar. Esos zapatos
tienen un aire de ya vistos, ya
pronunciados en momentos de desolación. En este punto
vuelvo a mirarlos.


5

El niño que todos llevamos dentro:
la imagen misma de la desolación.
La mirada concentrada en un punto medio
entre lo que no es y lo que no puede ser.
El niño que todos llevamos dentro gana tiempo
dando vueltas por un bosque, su propio bosque:
la belleza kitsch de un crepúsculo dibujado,
la narración de un pasado idílico
con voz de niño,  pero sin audio.
La desolación es respirar sin moverse de ahí,
del aspecto de niño que llevamos,
pero en singular:
no es el que juega a la pelota
ni el que dice de vez en cuando un chiste
ni el que sonríe en una foto de la escuela.
Mucho menos el que pinta como Picasso.
Tampoco el que se reconoce en un espejo
puesto por Lacan.
Este niño es la desolación que llevamos dentro
porque no tiene otro lugar donde estar
que dentro del llanto por lo que perdió
o lo que cree que perdió, que le sacaron
y lo echa de menos. El llanto es lo singular
lo que cada uno de nosotros lleva dentro
por más que quiera taparlo con experiencia analítica
o con palabras emocionadas.
El llanto no deja hablar durante un rato
durante el cual el niño se apodera de nosotros
Lo único que se puede hacer entonces es silencio
para escuchar al niño. Escribir viene después.


6

LOS PÁJAROS
(inédito)
para Horacio Fiebelkorn

Cada poema es una pequeña historia que avanza
hasta encontrar su fin. Una historia de los sonidos      
de esa historia que empieza de golpe,
como una luz que no estaba. Es
lo que tiene que ser. Unos signos
que no son lo que dicen,
algo acerca de un pájaro y de los giros del pájaro,      
sino una síntesis del día cuando todo se ha ido
y  el cuerpo sabe dónde  empieza a perderse,
cómo cerrar la mano para que no se escape nada.
Eso siempre y cuando  se escriba bien:
la puntuación y el sonido se levantan al mismo tiempo
apenas uno piensa en lo que más le importa. Las imágenes
van a destiempo, se cruzan con su propio vuelo
y el pájaro da el tono del impacto en el palo,
porque así lo quiere. La historia termina
pero la voz sigue pensando en el pájaro.

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