Sensaciones de acrobacia aérea
Una hoja seca y dos vrilles (*) (2)
Tan bien comienza, que no me apercibo del decollage de la máquina, aunque le he prestado atención. Perdemos contacto con la tierra, -y que volamos no cabe duda, puesto que el país, muy grueso aun, va pasando por debajo nuestro. Y ascendemos, desde luego, pues los palacetes comienzan a convertirse en chalets muy bien concluidos, y dentro de un momento en casillas rojas y vistosísimas; todo en viva luz, pero muy diminuto.
Alzo la vista al panorama: es el mismo que conocemos de criaturas en las ilustraciones geográficas: anchísima extensión de tierra verde a todos lados y el Plata con grandes manchas inmóviles. Y en lugares precisos del paisaje, como dispuestos y afirmados exprofeso, detalles desmenuzados en diminutivos: puentecitos, casitas, vaquitas, un trencito eléctrico de juguete, manchitas de verdura, encantamiento general de las cosas, donde grandes líneas irregulares se tornan figuras geométricas, a cordel, con más casillitas rojas y más juguetería conforme se asciende, hasta que el panorama se esfuma, se dulcifica beatamente en la lejanía insondable. Pero el paisaje terrestre ya no es nuestro. El mundo suavizado allá abajo, y que camina todo él lentamente hacia atrás, se torna irreal. Es un simple panorama sedante, al cual no pertenecemos ya gran cosa ni nos interesa, porque la única realidad, cruda y vibrante, es el aeroplano que protege nuestras vidas. Allí está, aquí está, nuestro mundo de verdad. Las alas rígidas y los alambres tensos se recortan sobre el cielo con un relieve extraordinario. La precisión y la luz de sus líneas dañan casi los ojos. Y con todo el fragor y el viento huracanado de su hélice, la máquina roncante da la sensación de estar inmóvil, como si estuviera sujeta por algo que se esfuerza inútilmente por arrancar.
Pero subimos, subimos. Mil metros. Todo el panorama allá abajo es una vasta superficie verde pálido, con miniaturas de color. Sólo viven para mis ojos, con cruda línea, las alas durísimas y los tensores zumbantes del aeroplano.
Acabamos de arrojar un paracaídas de ensayo, cuyo descenso hemos seguido en espiral, sin dejar altura. En pos de variadas peripecias, el paracaídas se introduce en el cementerio de San Fernando, que parece hallar muy de su gusto, pues no vuelve a salir. Somos ajenos por suerte a su invención aun en el remoto caso de ser supersticiosos. Además, hoy es martes 13. Mi piloto, que varias veces ha parado el motor para cambiar alguna impresión conmigo, se ríe, como buen yanquee que es, y me advierte que vamos a efectuar algunas caídas de ala. Y caemos, efectivamente, sobre una ola y otra ala, sin acusar sensación alguna de mayor monta. La boucle, en tierra, y aun el mismo trencito del Parque, tienen algo muy vivo que enseñar al respecto.
Cobramos más altura. Mi piloto se vuelve entonces a medias, y me indica con la mano que vamos a hacer la vrille. Asiento gustoso, y de pronto, al mismo tiempo que dejo de oír el ronquido del motor, me siento caer a tierra y veo la cabeza de mi piloto a mis pies.
¿Qué más? No sé; seguramente he cerrado los ojos, porque momentos después veo de nuevo -y con sumo agrado- las alas inmensas y casi negras por la dureza de la luz, delante de mí. Volvemos a ganar altura y repetimos la vrille. Abro bien los ojos, y a tiempo que vuelve a mi mente el ademán de taladro hecho con el dedo por el piloto, se hace el silencio y caigo de cabeza.
Pero esta vez he sentido lo que centenares de aviadores en la misma posición que yo, y que hoy están muertos. Y, sobre todo, he visto. He visto las alas y los alambres tensores arriba y abajo, y en los intervalos, cortado por los aletazos, el panorama terrestre, a la derecha, a la izquierda y arriba de mi cabeza. Hemos caído 300 metros taladrando el cielo, con el motor mudo y los alambres zumbando. Y este zumbido de inmenso pájaro que corta el aire, nos ha acompañado luego hasta el hangar, pues deteniendo el motor a seiscientos metros de altura, bajamos en vuelo planeado, con un pique final que equivale a medio looping.
La vrille es, pues, una cosa agradable, por lo menos cuando se la ejecuta en compañía del señor Lawrence León, cuya maestría de piloto inspira -y ya antes de ascender, que es lo edificante- una confianza absoluta. Lo que no obsta para que conserve bastante viva la impresión de aquellas tensas y seguras alas que constituían nuestra única verdad, precipitándome al vacío y mostrándome, entre pantallazos de ala girante, un pequeño lugar cualquiera de la tierra, del largo de un hombre bien estirado.
(*) Publicado en Caras y Caretas, Bs. As, nº 1125, 24 de abril de 1920.
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