XXVII / LA FUGA DE NOCHE (3)
-No tenga miedo. Cuando esté todo tranquilo, después que haya entrado don Hilario, en su pieza, emprenderemos la huida.
Demetria estaba temblando de susto y se arrimó a mí; mientras escuchábamos atentamente, oímos a don Hilario desensillar su caballo, y en seguida dirigirse muy quedo, y silbando por lo bajo, a su pieza.
-Ya ha cerrado la puerta, y en unos pocos minutos estará durmiendo. Cuando piensa en ese hombre que le ha hecho la vida un suplicio, ¿no se alegra que haya venido a llevármela?
-Me iría de todo corazón con usté esta noche, Ricardo, si no fuera por una cosa. ¿Cree después de lo que ha pasado que jamás podría mirar a su mujer en la cara?
-Pero ella no sabrá nada de lo que ha pasado, Demetria. Sería deshonroso de mi parte y una cruel injusticia a usted hablarle a ella de eso. La recibirá usted como a una querida hermana y la amará tanto como yo. Todas estas dudas y temores que la inquietan no tienen razón de ser, y pueden ser soplados como el vilano del cardo por el viento. Y ahora que me ha confesado tanto, Demetria, yo también quiero confesarle la única cosa que me tiene intranquilo.
-Dígame qué es, Ricardo -murmuró muy suavemente.
-Créame Demetria, que nunca he tenido la menor sospecha de que usted me amara. Su manera no lo ha mostrado; de otro modo yo le habría contado mi pasado, mucho ha. Sólo sabía que me consideraba como a un amigo y uno en quien podía confiar. Si he estado equivocado todo este tiempo, Demetria, y si usted ha sentido verdadero amor por mí, tendré que lamentar amargamente que le haya causado esta pena. ¿No quiere hablarme con entera confianza y decirme con franqueza lo que siente?
Me acarició una mano un momento en silencio, y entonces contestó:
-Creo que ha tenido razón, Ricardo. Tal vez no sea capaz yo de una pasión como algunas mujeres. Sentía… sabía que usté era mi amigo. Estar cerca de usté es como estar a la sombra de un árbol frondoso en algún lugar cálido y solitario. Pensé que sería agradable estar sentada allí para siempre y olvidar los amargos años. Pero, Ricardo, si usté va a ser para siempre mi amigo… mi hermano, estaré más contenta, y mi vida me parecerá otra.
-¡Qué feliz me has hecho, Demetria! ¡Vamos! El culebrón está durmiendo, escabullámonos y dejémoslo entregado a sus malos sueños. ¡Dios quiera que algún día pueda volver a aplastarle la cabeza bajo el pie!
Entonces, arrebozándola en la manta de viaje y pisando suavemente, la conduje afuera, y en unos pocos minutos llegamos junto a Santos, que estaba vigilando al lado de los caballos.
De muy buena gana le dejé que ayudara a Demetria a montar a caballo, pues aquel sería seguramente el último servicio que él pudiera prestarle… Creo que el pobre viejo estaba llorando, tan ronca se sentía su voz. Antes de irnos le anoté sobre un pedazo de papel mi dirección en Montevideo, y le pedí que la llevara a don Florentino Blanco, encargándole en mi nombre que me escribiera en dos o tres días más, para informarme de los movimientos de don Hilario. Luego nos fuimos silenciosamente al trotecito sobre el pasto, y en una media hora dimos con el camino que va de Rocha a Montevideo.
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