domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (46) - ESTHER MEYNEL


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Sebastián tenía ojos y oídos para todos los instrumentos musicales, desde el flautín hasta el órgano. Meditaba constantemente cómo se les podría perfeccionar para suprimirles durezas e imperfecciones y que pudieran producir sonidos más bellos. Yo misma fui adquiriendo grandes conocimientos en esa materia, pues me hablaba de todas esas cosas, que también me interesaban, y me enseñaba el interior de los instrumentos cuando los afinaba o los desmontaba para arreglarlos. No consentía que nadie (a lo sumo yo), tocase las clavijas del clavicordio paras afinar sus cuerdas, y sostenía que nadie sabía hacerlo como él. Ya he contado que inventó una viola pomposa de cinco cuerdas y un laúd-clavecín, que construyó, bajo su dirección, el constructor de órganos Zacarías Hildebrand. Este laúd-clavecín sostenía las notas más tiempo que el clavecín gracias a su cuerdas de tripa o de metal, con una disposición especial de sordinas. Pero no recuerdo suficientes detalles para poder describir completamente ese instrumento. Al hacer ese invento, Sebastián perseguía el alargar la corta resonancia del clavecín; porque en este instrumento le era casi imposible ejecutar música de notas ligadas y ciertas canciones suaves. Su amigo, el señor Silbermann -un hombre extraño, de mal carácter y que siempre estaba disputando, pero que era un gran constructor de órganos-, empezó a construir, en aquella época, unos instrumentos que él llamaba pianofortes y cuya construcción despertó mucho interés en mi marido. A ruego de Silberemann, probó  Sebastián uno de los primeros instrumentos que había construido y encontró que su aspecto era prometedor, pero se quedó desilusionado de la disposición de los macillos, que era la novedad de tales instrumentos, y de la dureza del golpe; también encontró que el sonido de las teclas era muy débil.

-Tú debes de saber hacer algo mejor que esto -dijo a Silbermann-; hay aquí una buena semilla, pero tienes que hacer salir de ella un árbol fuerte.

-No podía esperar otra cosa de tu vanidad -le respondió, irritado, Silbermann, pues era un hombre bastante grosero, que había tenido una juventud muy borrascosa-; he trabajado mucho tiempo en ese instrumento con el mayor cuidado, y ahora viene tú con tus manos blancas de director de orquesta y me dices sencillamente que no está bien.

Casi reventaba de cólera. Sebastián, con su temperamento apasionado, también estallaba con facilidad; pero en aquella ocasión se quedó tranquilo y le dijo en todo pacífico:

-La cosa no está en la regla, y tú lo sabes, y precisamente por eso estás tan irritado. Pero no nos enfademos por una cuestión musical. Tú has construido órganos magníficos y puedes construir algo mejor que este piano de macillos.

Y le señaló unos cuantos defectos del instrumento, que era absolutamente necesario suprimir y que podían ser corregidos. Silbermann le escuchó en silencio con aire sombrío y, al marcharse, le dijo:

-Eres un genio extraordinario y nada hay en este mundo que tú no sepas.

Y se marchó dando un portazo.

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