Este ensayo es la segunda parte de Izquierda y cultura: El Largo desencuentro (extractos de un ensayo). La primera parte fue publicada en Malabia 58.
El batllismo
“A partir de la Triple Alianza, el viejo partido blanco quedó agonizante. Si bien las masas del interior mantenían existencialmente la raigambre federal, la insularidad uruguaya consolidada dio la victoria definitiva a la ideología liberal-mercantil del unitarismo. No sólo fueron unitarias las vigencias coloradas, también lo fueron las del patriciado de origen blanco. Los vencidos comulgaban con los vencedores (...) Y fue especialmente a partir de 1880 cuando quedó estabilizada la balcanización general latinoamericana, que se comenzó a sentir la necesidad de consolidar una conciencia uruguaya común superando el cisma interior de blancos y colorados y así fue tomando vuelo el regreso de Artigas. Un regreso singular y distinto. Ahora sería el gran mito unificador del país. ¡Los temores inamistosos y certeros de un Juan Carlos Gómez o un Melián Lafinur de ver transfigurado a Artigas en un edulcorado Washington o Jefferson se han cumplido! Un Uruguay separado del resto de América Latina, quitando además a Artigas su dimensión social, debía endiosar a un Artigas abstracto, inofensivo, jurista, poseedor de las Tablas de la Ley. Reducido a un antecedente mítico de nuestra estructura jurídica. Nuestro Solón, o Moisés, o Licurgo. ¡Es la última victoria de Mayo!”. (5)
El “nacionalismo uruguayo” se concreta de una forma curiosa: una nutrida manifestación -encabezada por Domingo Ordoñana, primer presidente de la Asociación Rural del Uruguay, principal representante del sector latifundista- se dirige al domicilio del coronel colorado Lorenzo Latorre y lo coloca directamente en el sillón presidencial. Comienza la etapa conocida como Militarismo. “Oficializado por Latorre y luego por su sucesor, Máximo Santos, ellos no vienen a hacer otra cosa que realizar los viejos anhelos de Bernardo P. Berro, quien gobernó entre 1860 y 1864 y ya hablaba entonces de “nacionalizar los destinos del país” (…) Hay un elemento significativo para resaltar: el Estado Uruguayo, creado en los albores de la independencia (1828), se da por una unión entre los intereses del comercio inglés, la “Pax Britanica” y de la oligarquía comercial montevideana, dirigida por Pedro Trápani (…) Ahora bien, Lorenzo Latorre, accede al poder y establece una dictadura en el Uruguay”. (6)
Es interesante comprobar la instrumentalización de ambos procesos, el independentista y el nacionalista, por las élites económicas. El artiguismo, la idea de unas Provincias Unidas y la integración latinoamericana habían sido desterradas del imaginario popular. El país abría sus brazos al “progreso”.
Luego de la Guerra de la Triple Alianza cualquier idea de reunificación latinoamericana quedó totalmente descartada. “Las oligarquías gobernantes debieron asumir el desafío de generar referentes identitarios. Comenzó entonces la efectiva “nacionalización” de los destinos de cada Estado y la fragmentación del espacio historiográfico rioplatense”. (7)
Las escuelas uruguayas hicieron durante años la apología del gobierno de José Batlle y Ordóñez. Sus políticas sociales, pioneras en Occidente, marcaban la modernidad del país. Uruguay estaba a la cabeza de América Latina en todo. Era más bien un país europeo, de ahí aquello de la “Suiza de América”.
El Batllismo se continúa en el Neo-Batllismo con la presidencia de Luis Batlle Berres, sobrino de José Batlle. A partir de 1940 la bonanza económica alcanza su momento cumbre gracias a las exportaciones de carne y lana. El gobierno tuvo entonces el apoyo de la clase media y la burguesía industrial.
“El punto de inflexión que tengo con el Batllismo y el Neo-Batllismo, es que gobernó para unos cuantos burócratas de la capital, Montevideo. Y como había expresado antes, se dio un cambio de dueños entre el Imperio Británico y los Estados Unidos, pero esto no se evidenció en la balanza comercial, en la cual seguíamos siendo, hasta años después de la Segunda Guerra Mundial, un estado satélite de Inglaterra. Inglaterra nos compraba la carne, lana a precios altos -lo que algunos llamaron “petróleo verde”-, por la cual redituábamos cuantiosas sumas de dinero, extraídas también de las altas rentas aduaneras y de las detracciones o retenciones al medio rural. Gracias a esto, el pensador Alberto Methol Ferré, diría con acierto que “el Uruguay era una colonia británica más próspera que el Reino Unido mismo. El tema de las retenciones al medio rural es el punto neurálgico de todo, ya que el Batllismo, con tal de alimentar la industrialización en Montevideo, creaba una industria hipertrofiada que servía para un mercado interno que en aquel entonces tenía un millón y medio de habitantes. El medio rural, en cambio, y el interior de todo el país, fueron los más perjudicados durante los 50 años entre Batllismo y Neo-Batllismo. Al caer el Neo-Batllismo, en 1958, y con el acceso nuevamente al poder del Partido Nacional, se realizó un extenso informe por el Ministro de Obras Públicas de aquel entonces, el Ing. Luis Gianattasio, donde se constató que las escuelas rurales habían sido realizadas con techos de paja y que, entre muchas otras cosas, los caminos de las ciudades del interior no estaban pavimentados. Las palabras de Julio Martínez Lamas -quien publicaría el libro “Riqueza y Pobreza en el Uruguay”- no pueden ser más elocuentes: “En la Campaña, fuente única de la riqueza nacional, reina la pobreza, porque no existen capitales, en la misma campaña, no hay población densa, ni aumento de producción, ni evolución de la ganadería, ni aumento de la mestización de los ganados, ni apreciable subdivisión de la tierra por causa de su mejor y más intensa explotación, ni crecimiento de las vías férreas, ni ahorro popular: hay, en cambio, por el mismo motivo, falta de poblamiento, latifundismo, estancamiento de la agricultura, ferrocarriles arruinados, pobreza general, emigración”. Como dirían unos académicos extranjeros: “Montevideo es como un gran biombo que sirve para tapar la realidad del país entero”. La tendencia anti-rural, anti-argentina y anti-hispanoamericana del uruguayo promedio es heredada del Batllismo. Este sistema político, con su consciencia de “como el Uruguay no hay”, o “la Suiza de América”, “la Arcadia de Plata”, viene a generar esa consciencia de que nosotros, como uruguayos, somos “impolutos”, y esa es también la génesis del racismo en el Uruguay. Como evidencian algunos diarios de la década de 1930, el uruguayo de por aquel entonces sentíase orgulloso de su “origen caucásico” y se llamaba “la indiada” al resto de América Latina”. (8)
“En las tres primeras décadas del siglo XX, el período batllista, se redefinieron los rasgos de la identidad colectiva de los uruguayos. Las reformas del período obligaron a un replanteo de la cuestión nacional, que encontró una síntesis perdurable en lo que Gerardo Caetano denominó una integración hacia “adentro”. Quedó consagrada la existencia de Uruguay como país “solitario” en América Latina. En la década de 1920, la del “Centenario” de la independencia, este modelo tuvo su apogeo. En 1923 se inauguró el monumento de Artigas en la Plaza Independencia y tuvo lugar el debate parlamentario sobre la fecha de la independencia”. (9)
“El coronel Latorre había construido el Estado jurídico; Batlle y Ordóñez ordena el Estado exportador y distribuye la renta agraria entre la pequeña burguesía de la ciudad, que se hace naturalmente partidaria de un orden democrático y parlamentario liberal de corte europeo. La publicación de “Ariel” coincide con una era de bienestar general, que se prolongará seis décadas. El Uruguay urbano comenzaba a ser ya un país de ahorristas, pequeños propietarios, empleados públicos bien remunerados y artesanos independientes.
El batllismo es su expresión política; el positivismo, su filosofía; la literatura francesa su arquetipo. Es la ciudad de los templos protestantes, de los importadores, de los maestros poetas. Reina un tibio confort hogareño, una actitud a-histórica, una propensión portuaria. Uruguay se ha "belganizado"; un alto nivel de vida en la semi-colonia próspera ha sepultado los ideales nacionales. De ahí que ignore su origen, pues nada le importa de él. El hijo o nieto de inmigrantes permanece vuelto de espaldas a la Banda Oriental, a las Provincias Unidas, a la América criolla. Vive replegado sobre sí mismo en una antesala confortable de la grande Europa. Y en esa vida de próspera aldea, con sus Taine, sus Renán y sus Comte, en esa viscosa "idealidad" de las secularizadas religiones prácticas, Uruguay se aburre; en ese hastío nacido de su insularidad, donde el pasado es un misterio (recién comienza a embalsamarse a Artigas como "héroe nacional") y el futuro no ofrece sobresaltos, el "espíritu" remonta su vuelo. Es la hora de Rodó, el predicador del "statu quo". El orador estetizante del Uruguay inmóvil se inquieta ante el genio emprendedor de los norteamericanos prácticos. No condena explícitamente las tropelías yanquis, sino su estilo pragmático. Propone un retorno a Grecia, aunque omite indicar los caminos para que los indios, mestizos, peones y pongos de América Latina mediten en sus yerbales, fundos o cañaverales sobre una cultura superior.
En “Ariel” no había furor. Se incitaba a la elevación moral. Al fin y al cabo Rodó emitía frases desde una sociedad complacida, a la que las caballerías de Aparicio Saravia dará un último sobresalto en 1904, una sociedad practicante de placeres virtuosos y enemiga del exceso. Francisco Piria, por lo demás, al frente de una legión de rematadores, ha creado en Montevideo una nueva clase de pequeños propietarios que constituirán la base social granítica de los arielistas. Detrás de las bruñidas frases de Rodó se descubría a un sonrosado Nirvana distribuyendo consejos de idealismo a los hambrientos de la Patria Grande.
Toda la autosatisfacción de las oligarquías ilustradas de América Latina, su concepción "pro domo sua" de un progreso quimérico, su latinidad, su humanismo lagrimeante, su desdén aristocrático hacia las bajas necesidades materiales, su adoración hacia la forma, todo ese detritus ético del estancamiento continental, Rodó lo pulió, lo envasó y se lo sirvió a la joven clase media de la América hispánica regado con esa gelatina sacarinada de cuya fabricación se había hecho maestro.
La pequeña burguesía harta del Puerto intemporal, se sublimaba en Rodó y ofrecía a su tiritante congénere latinoamericana el más exquisito narcótico de su rica farmacopea importada. Un ¡ah! de general deslumbramiento arrancó el estupendo sermón laico en esas dulces horas sin futuro. Y pese a todo, había una amarga injusticia en glorificar la pieza más detestable y nihilista de Rodó, justamente el escritor que inicia en el Plata la reivindicación de Bolívar y retoma la idea de la Patria Grande. Sepultar su Bolívar y exaltar su Ariel, he ahí la impostura clásica del colonialismo cultural posterior”. (10)
Bibliografía
(5) Alberto Methol Ferré
(6) Ignacio Pérez Borgarelli
(7) Tomás Sansón Corbo
(8) Ignacio Pérez Borgarelli
(9) Tomás sansón Corbo
(10) Jorge Abelardo Ramos
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