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PIONERAS DE LA CIENCIA (2)



Según datos de la Unesco, sólo el 28% de las personas que se dedican a la investigación científica en todo el mundo son mujeres. Incluso en un campo profesional como la ciencia, que lleva el progreso en su propia naturaleza, aun persiste un profundo abismo de género, y ni siquiera los estados con un mayor desarrollo social se libran de él: por ejemplo, en Suecia las mujeres son mayoría en las aulas de la Universidad, con un 61%, pero la proporción decae al 49% en los estudios de doctorado y al 37% en la investigación. Las regiones de mayor peso científico, como Norteamérica y Europa Occidental (32% de investigadoras), no salen mejor paradas que otras emergentes, como Latinoamérica y Caribe (44%).

Tampoco tiene nada de raro que los nombres de las científicas sean más desconocidos para el público, teniendo en cuenta, como dato ilustrativo, que sólo 17 mujeres han recibido premios Nobel de ciencia desde 1901 hasta 2015. Una de ellas está entre las cuatro personas distinguidas con dos galardones, y es probablemente la científica más popular, la franco-polaca Marie Curie. Pero más allá de la célebre descubridora del polonio y el radio, hay todo un elenco de pioneras de la ciencia que lograron abrir brecha en el conocimiento y en un mundo dominado por los hombres. En el Día Internacional de la Mujer, recordamos unos brillantes ejemplos.


Mary Anning (1799-1847)

Al contrario que otros científicos de su época, hombres o mujeres, Mary Anning no tenía la vida resuelta. Para ella el coleccionismo de fósiles no era un pasatiempo, sino una actividad con la que su padre complementaba sus exiguos ingresos como carpintero, vendiendo las piezas halladas a los turistas. Cuando el padre murió, la familia tuvo que sobrevivir de la caridad. Mary y su hermano Joseph, los únicos supervivientes de diez hermanos, continuaron arriesgando sus vidas en la búsqueda de fósiles en los peligrosos acantilados de Dorset. En una ocasión, Mary estuvo a punto de morir por un deslizamiento de tierra que se llevó a su perro Tray.

Un día, Mary y Joseph descubrieron un extraño espécimen que parecía el fósil de un cocodrilo. Resultó ser un ictiosaurio, el primero que sería reconocido como tal. Ya en solitario, Mary Anning descubriría los primeros plesiosaurios y el primer pterosaurio fuera de Alemania, entre otros importantes hallazgos que la llevaron a ser definida como “la mayor fosilista que el mundo ha conocido”. Cuando el geólogo Henry De la Beche pintó Duria Antiquior, la primera representación realista de la vida prehistórica, se basó sobre todo en los fósiles descubiertos por Anning.

Mary Anning nunca tuvo acceso a una formación científica. Solía vender sus piezas a reputados expertos, por lo que ella apenas recibía crédito por sus hallazgos. Poco importó que los científicos viajaran desde América para consultarla; nunca fue admitida en la Geological Society of London, y su único trabajo publicado en vida fue una carta al director del Magazine of Natural History. En su tiempo era difícil para una mujer abrirse camino en el mundo de la ciencia. Pero ser como Anning, pobre además de mujer, fue una condena que limitó su reconocimiento general hasta tiempo después de su muerte.


Maria Gaetana Agnesi (1718-1799)

En épocas pasadas, quienes dedicaban su vida a las ciencias solían partir de un entorno familiar acomodado. Pero a la italiana Maria Gaetana Agnesi le cayeron todos los regalos de la vida: nació en una familia acaudalada de Milán, fue muy bella a decir de sus contemporáneos, y tenía un cerebro sin parangón: a los 11 años hablaba siete idiomas, y con pocos más discutía enrevesados problemas de filosofía con los invitados que congregaba su padre, profesor de matemáticas de la Universidad de Bolonia.

Agnesi cultivó también esta disciplina, al tiempo que educaba a sus 20 hermanos y hermanastros que los tres matrimonios de su padre llegaron a reunir bajo un mismo techo. Su obra más sobresaliente fue Instituzioni analitiche ad uso della gioventù italiana (Instituciones analíticas para el uso de la juventud italiana), un volumen publicado en 1748 en el que trataba el cálculo diferencial e integral. El libro contiene su contribución más conocida, la curva llamada Bruja de Agnesi. El nombre es producto de un error de traducción: el matemático Guido Grandi había llamado a esta curva versoria, nombre en latín de la escota, un cabo empleado en las embarcaciones. Su versión en italiano era versiera, palabra que se empleaba también como apócope de avversiera, diablesa o bruja. En la edición inglesa del libro se tradujo como witch, bruja, y así ha perdurado.

Pero a pesar de sus muchos dones, triunfos y títulos, incluido el de primera mujer catedrática de matemáticas de la historia, Agnesi no se conformó con una vida regalada. Profundamente católica, trocó su éxito por una pobreza voluntaria y una vida entregada al servicio de los pobres y los enfermos, al tiempo que estudiaba teología. Sus últimos años los pasó enclaustrada y sirviendo a los ancianos en un hospicio milanés, donde murió como una monja más, o una indigente más.


Nettie Stevens (1861-1912)

Para definir lo esencial de la bióloga Nettie Maria Stevens (7 de julio de 1861 – 4 de mayo de 1912) bastan dos ideas: descubrió que el sexo viene determinado por los cromosomas; y a pesar de la inmensa relevancia de su hallazgo, hoy apenas se la recuerda. El caso de Stevens es el de una carrera fulgurante e intensa, pero efímera. Nacida en Vermont (EEUU), en su biografía solo destaca su empeño de dedicarse a la investigación citogenética, para lo que tuvo que abrirse en  un mundo dominado por científicos varones. Esto retrasó su ingreso en la Universidad de Stanford (California) hasta los 35 años y su doctorado hasta los 42.  Por desgracia, la vida no le concedió mucho más tiempo: a los 50 años su carrera quedó truncada por un cáncer de mama.

Su inteligencia sobresaliente fue reconocida, pero no tanto sus logros. Buscando la clave de la determinación del sexo, que el pensamiento de entonces atribuía a factores ambientales, Stevens descubrió que los machos del escarabajo de la harina llevaban un cromosoma “accesorio” más corto; hoy lo conocemos como Y. En 1905 Stevens escribía que esta diferencia era la responsable de la determinación del sexo. El mismo año, Edmund Beecher Wilson publicaba una idea similar, aunque sus insectos carecían de cromosoma Y.

Sin embargo, tanto Wilson como Thomas Hunt Morgan, supervisor de Stevens, no estaban convencidos de que los factores ambientales no tuvieran cierta influencia. Para demostrar que el sexo dependía sólo de los cromosomas, Stevens estudió las células de 50 especies de escarabajos y nueve de moscas. Pero cuando el cáncer se la llevó, aun no había conseguido que su visión se impusiera, y la mayor parte del reconocimiento fue para Wilson. Hoy se reivindica el trabajo de Stevens, al cual hay que añadir una curiosidad: a Morgan, premio Nobel en 1933, se le considera el fundador de los estudios genéticos con la mosca de la fruta Drosophila melanogaster, utilizada hoy por miles de investigadores. Pero quien llevó por primera vez esta especie al laboratorio de Morgan fue una estudiante suya llamada Nettie Stevens.

Maria Mitchell (1818-1889)
El caso de Maria Mitchell (1 de agosto de 1818 – 28 de junio de 1889) es uno de esos que nos recuerdan las muchas mentes brillantes que la ciencia habrá perdido, por el solo hecho de haber pertenecido a mujeres que carecieron de oportunidades. Mitchell es el contraejemplo: ella sí tuvo la oportunidad y la aprovechó sobradamente. Aunque fue criada en la tradicionalista Nueva Inglaterra, la igualdad entre sexos defendida por su familia le abrió la puerta a los estudios que le depararían una fulgurante carrera en astronomía.

Ya de niña, Mitchell colaboraba con su padre, profesor y aficionado a la observación del cielo. A los 14 años, la precoz científica ayudaba con sus cálculos a la navegación de los balleneros de su isla natal de Nantucket (Massachusetts). El 1 de octubre de 1847, aun como astrónoma amateur, se convirtió en la tercera mujer en descubrir un cometa. Su hallazgo, hoy llamado C/1847 T1, le valió una medalla de oro del rey de Dinamarca, le brindó una fama insospechada y la convirtió en la primera mujer astrónoma profesional de EEUU, al frente del Observatorio del Vassar College de Nueva York.

Mitchell fue una mujer de ideas adelantadas a su tiempo. Un ejemplo curioso: renunció a vestir prendas de algodón como protesta contra la esclavitud. Pero sobre todo, fue una activa defensora de los derechos de las mujeres, impulsando el movimiento sufragista y la participación de las mujeres en la ciencia. Con ocasión de un viaje a Europa, dejó escrita su admiración por la matemática y astrónoma escocesa Mary Somerville, para quien “las horas de devoción al estudio intenso no han sido incompatibles con los deberes de esposa y madre”. Quizás esa fue la espina que se le quedó clavada, ya que Mitchell nunca se casó ni tuvo pareja, un precio que muchas mujeres científicas han debido pagar a cambio de carrera y prestigio.

(7 / 3 / 2016)

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