domingo

LA TIERRA PURPÚREA (105) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON

XXVI /  CLETA (2)

Había acertado muy bien la hora de mi llegada, pues el cordero asado sobre las brasas comenzaba adquirir un color dorado oscuro, y estaba despidiendo una deliciosísima fragancia. Durante el amuerzo, que se sirvió enseguida, entretuve a mis oyentes, como así a mí mismo, contándoles algunas inocentes mentiras, y comencé por decirles que venía de Montevideo a Rocha.

El pastor me advirtió sospechosamente que no me hallaba en el camino a Rocha. Repuse que lo sabía y les expliqué que había tenido un percance la noche anterior, trayendo como resultado el que me extraviara del camino. Hacía muy pocos días, proseguí, que me había casado; al decir yo esto el pastor se mostró muy aliviado mientras que la picaruela de su mujercita, parecía perder, de repente, todo su interés en mí.

-Como mi mujer es sumamente aficionada a andar a caballo -continué-, ha estado muy empeñado en que le compre una silla de montar; así que teniendo que ir a la ciudad por negocios, le compré una. Ayer por la noche volvía con la silla puesta sobre un caballo que conducía -el de mi mujer, desgraciadamente-, cuando me detuve a comer algo en una pulpería por el camino. Mientras comía un pedazo de pan con salchichón, un borracho que allí se hallaba, empezó muy imprudentemente a prenderles fuego a unos cohetes, así que algunos de los caballos atados al palenque se espantaron, rompieron las riendas y escaparon. Con ellos, escapó también, con la silla puesta, el de mi mujer, así que montando en el acto mi caballo, salí tras él a escape, pero no logré alcanzarlo. Por último se juntó con una caballada y espantándose esta huyó con ellos; le seguí algunas leguas, hasta que le perdí de vista en la oscuridad.

-Si su mujer, amigo, tiene la misma disposición que la mía -dijo, con una tristona sonrisa-, usté habría seguido a ese caballo con la montura de mujer, hasta el mesmo infierno.

-Lo que sí puedo decir -repuse gravemente-, es esto: que sin silla de mujer, buena o mala, no me presentaré delante de ella. Pienso preguntar en cada casa por el camino de aquí a Lomas de Rocha, hasta que encuentre una que esté en venta.

-¿Y cuánto daría usté? -presentó el pastor, empezando a interesarse.

-Eso depende del estado en que se encuentre. Si está como nueva, daría lo que costó y otros dos pesos encima.

-Yo sé de un recao de mujer que costó diez pesos hace un año y que jamás ha sido usao. Pertenece a una vecina nuestra que vive como a tres leguas de aquí, y me parece que lo vendería.

-Dígame dónde está la casa e iré directamente y le ofreceré doce pesos por él.

-¿Hablás vos del recao de ña Petrona. Antonio? -le presentó su mujercita-. Ella lo vendería por lo que pagó…, tal vez hasta por ocho pesos. ¡Ay, cabecita de chorlo! ¿Por qué no pensaste vos en ganarte tuita esa comisión? ¡Entonces, podría haberme comprao yo un par de zapatillas y mil otras cosas!

-¡Vos nunca estás contenta, Cleta! -repuso su marido-. ¿No tenés puestas las zapatillas?

Levantó y mostró un bonito pie encerrado en una zapatilla un tanto estropeada. Entonces, sonriendo, la lanzó con un movimiento de pie en su dirección.

-¡Tomá! -dijo-, colgátela del pescuezo y guardala… ¡tiene tanto valor!... Y cuando vayás otra vez a Montevideo, y querás lucirte ante todo el mundo, ponétela en el dedo gordo del pie.

-¿Quién espera oír razón de una mujer? -dijo Antonio encogiéndose de hombros.

-¡Razón! ¡Vos no tenés más sesos que un pato, Antonio! Podrías haberte ganao esa plata, pero vos nunca podrás ganar plata como otros hombres, y por eso te hallarás siempre pobre como las arañas. Yo ya he dicho esto muchas veces y sólo espero que no lo olvidés, porque en adelante pienso hablar de otras cosas.

-¿De ande podría haber sacado yo los diez patacones y pagarle el recao a ña Petrona? -repuso su marido, enojándose.

-Amigo -dije-, si usté me puede conseguir la silla, es justo que usted gane algo. Aquí tiene los diez pesos, y si me la compra, le daré dos pesos más para usted.

Quedó felicísimo con esta oferta, y Cleta, la Volátil, dio palmadas de regocijo. Mientras Antonio se preparaba para ir donde su vecina en busca de la montura, salí en dirección de un solitario algarrobo como a unos cincuenta pasos del rancho y tendiendo mi poncho en el suelo a la sombra, me acosté a dormir la siesta.

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