domingo

ENRIQUE AMORIM - LA CARRETA (30)


VII (3)

Desde la carreta, la estancia se veía sin rencor. Se veía con los ojos de la fatalidad, con la mirada de la resignación, con la sumisión de quienes todo lo acatan. La carreta, el azar, lo que se gana y que se pierde en los caminos, lo que puede hallarse, lo inesperado, capaz de surgir del fondo de la noche sin fondo; caer del cielo en los días que ni en el cielo se cree.

Desde la carretera se veía la estancia como se ven las rocas en la ladera de las sierras, como se ven los árboles al borde del camino. Como cosas de Dios, del destino, de la fatalidad. Estancias arboladas, casas firmes, algún pequeño torreón. ¿Por qué estaban enclavadas en los cerros y tenía que rodar la carreta, como rancho con ruedas, siempre por el camino, sin hallar un trozo de tierra que no fuese de nadie? ¿Es que no habría un rincón en el mundo, para dar de comer a los bueyes sin tener que pedir permiso, un palmo de tierra para sembrar un poco de maíz y esperar la cosecha? ¿No habría en la tierra tan grande, tan grande, un pedazo de tierra sin dueño?

Pero de la carreta se veía la estancia como un accidente del terreno, como una vertiente, como una cerrillada.

En la estancia vivían mujeres y hombres, agarrados a la tierra, firmes.

Pasó la carreta. Tan lento era su andar que cambiaban antes las formas de las nubes que de sitio su lomo pardo. Se diría que iban arrancando a tirones de la tierra, aferrada a ella. Una piedra grande, tirada por una yunta de bueyes.

De la estancia se veía pasar la carreta, desplazarse lentamente, con rumbo fijo. Porque, una carreta que pasa da siempre la impresión de que lleva un rumbo, que va segura hacia algún lado. ¿Para qué moverse en el campo, sino para conquistar algo? Nadie dio jamás un paso, nadie anduvo una legua sin conquistar un palmo de tierra. Sin embargo aquella carreta, únicamente tenía rumbo cuando se detenía en la noche.

Desde la estancia se la veía pasar indiferente. Ya los perros habían vuelto del camino, luego de cerciorarse de que no pasaban enemigos suyos. Olfatearon el barril de agua que pendía entre las ruedas y ladraron, por si acaso, al hombre que iba montado.

La peonada se enteró del paso de las quitanderas. Tomasa oyó el comentario. Por la noche, un sábado primaveral, Maneco, y con él el resto de los peones, rumbeó para el “Paso de las perdices”.

A medianoche, silenciosamente, don Cipriano cruzó el patio de los naranjos. Se lo tragó una sombra, y desapareció en el rancho de las sirvientas.

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