domingo

LA TIERRA PURPÚREA (108) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XXVI /  CLETA (5)

Así pasaron volando dos o tres horas mientras escuchaba su animada plática, que, como el canto de la alondra apenas tenía una pausa; su esfuerzo por estarse tranquila como la luna había fracasado desastrosamente. Por último, haciendo pucheritos con sus lindos labios y quejándose de su triste destino, dijo que era tiempo que volviera a su prisión; pero todo el tiempo que estuve tratando de meter el pestillo en su lugar, no dejó por un solo momento de chacharear.

-¡Adiós sol, marido de la luna! ¡Adiós, amiguito lindo, comprador de monturas de mujer! ¡Fueron tuitas mentiras esas! ¡A mí naides me engaña! Usté quiere un caballo y una montura de mujer pa arrancarse con alguna niña esta noche. ¡Dichosa ella! Aura tengo que quedarme en la escuridá, solita mi alma, hasta que ese burro de Antonio venga a sacarme con su vieja llave de fierro… ¡Ay, tonta de mí!

Antes de que hubiese esperado mucho tiempo bajo el árbol, se apareció Antonio a caballo trayendo triunfalmente por delante, la silla. Después de entrar en el rancho para soltar a su mujer, vino adonde yo estaba y me convidó a tomar un cimarrón. Entonces le dije que me gustaría comprar un buen caballo: claro que estaba muy deseoso de venderme uno, y a los pocos minutos arreó sus caballos donde yo estaba, para que escogiera. Primero me ofreció el overo negro, animal muy hermoso, sosegado y, al parecer enteramente sano. Reparé que el malacara era huesudo, de lomo largo, ojos medio dormidos y el cuello como el de un carnero. ¿Sería posible que aquella hechicera de Cleta estuviera engañándome? Pero en el acto rechacé tal sospecha con el desdén que merecía. Por muy falsa que sea una mujer y aunque pueda engañar a su marido a su gusto, siempre será, en comparación con el hombre que quiera vender un caballo, la franqueza y la verdad personificada. Examiné críticamente al overo, haciéndole caminar y trotar; le miré la dentadura, luego los cascos y las articulaciones entre la rodilla y la cuartilla, tan propensas a las aventaduras; le observé atentamente los ojos, y le di, de repente, un rebencazo en el lomo.

-No le encontrará ningún defecto, señor -dijo el embustero de Antonio, quien era, con seguridad, el mayor pecador de los tres de nosotros allí presentes-. Es el mejor flete que tengo, tiene sólo cuatro años, es manso como un cordero y enteramente sano. Nunca tropieza, señor, y tiene un paso tan suavecito que lo puede galopiar llevando un vaso de agua en la mano sin desparramar una sola gota. ¡Vaya! Se lo doy regalao por diez pesos, porque usté ha sido tan generoso en eso del recao y quiero mucho servirlo bien.

-Muchas gracias, amigo -le dije-. Su overo tiene quince años, está manco del encuentro, es corto de resuello y tiene más mañas que cualesquiera otros fletes en toda la Banda Oriental. Por nada permitiría que mi mujer montase en un bruto tan peligroso como este, pues, como le he dicho, no hace mucho que estoy casado.

Antonio fingió una expresión de sorpresa como quien ha recibido una injuria; entonces, con la punta de su facón, rasguñó una cruz en la tierra; estaba a punto de jurar solemnemente sobre ella que yo estaba enteramente equivocado y que su mancarrón era una especie de ángel equino, o por lo menos un Pegaso, cuando lo interrumpí:

-Dígame todas las mentiras que usted quiera, amigo, y le escucharé con el mayor interés; pero no jure sobre la cruz aquello que es falso, pues entonces los cinco o seis pesos que se ha ganado con la silla apenas bastarán para comprar su absolución de un pecado tan grande.

Se encogió de hombros y envainó otra vez el sacrílego facón.

-Ay están mis caballos -dijo Antonio, con tono ofendido-. Son animales a los que usté parece estar muy avezao; escoja uno y engáñese si quiere. Yo sólo he tratado de servirlo; pero hay alguna gente que no conoce a un amigo cuando lo ve.

Entonces examiné minuciosamente los otros caballos, y por último terminé la farsa escogiendo el malacara, y me complació reparar la expresión contrariada que anubló el rostro de mi buen pastor.

-Sus caballos no me convienen -dije-, de modo que no puedo comprar uno a mi gusto; sin embargo, le compro esta vaca vieja, porque es el único animal en el cual confiaría a mi mujer. Le doy siete pesos por él, ni un centésimo más, pues como el emperador de la China, sólo hablo una vez.

Se quitó el pañuelo morado y se rascó la cabeza, y en seguida me condujo a la cocina para consultar con su mujer.

-Pues, señor -dijo-, por alguna curiosa fatalidá usté ha escogido el flete de mi mujer.

Cuando oyó Cleta que yo había ofrecido siete pesos por su caballo, se rio alegremente.

-¡Mirá, Antonio, vos sabés que sólo vale seis pesos! Sí, señor, será suyo y puede pagarme a mí los siete pesos, no a mi marido. Que se atreva alguien aura a decir que no puedo ganar plata. Y aura, Antonio, no tengo flete, ansina que podés darme el bayo con las patas blancas.

-¿Qué te has imaginao vos? -exclamó su marido.

Después de tomar un mate, les dejé que arreglaran sus asuntos ellos mismos, no dudando por un momento cuál de los dos saldría ganando en una prueba de inteligencia. Cuando llegué a la vista de los árboles de la estancia de Peralta, desensillé y até los caballos a un arbusto y en seguida me tendí sobre mi poncho y recao. Después de las zozobras y los placeres de aquel día que me habían privado de dormir la siesta, me quedé muy profundamente dormido

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