domingo

ENRIQUE AMORIM - LA CARRETA (33)


VIII (2)

El silencio impuesto y aquella breve pausa les hizo cambiar el rumbo de la charla. Empezaron a besarse. Ella lo seducía haciéndole cosquillas, y el capitán, sensible a aquel mimo, daba saltos en la cama.

Arreció la garúa. Corría el agua en la cubierta, sonaban las gotas en la chimenea y en la ventana salpicaban con violencia.

-Esto es como una isla -dijo la quitandera.

-Claro, es un barco… ¿No habías subido nunca a una embarcación?

-En una chalana, hace tiempo, y en la balsa, pero no es lo mismo -replicó desatenta.

Se hizo una pausa. La lluvia parecía amainar.

-De manera que estamos rodeados de agua, solos… -murmuró, impresionada-. Yo no podré dormir boyando en el río…

-Se duerme mejor, más blandito -contestó el capitán, acariciándola.

-¿Y hay cinco hombres más en el barco?

-Cinco.

-¿Dormidos?

-Tenemos que madrugar mañana, para rumbear al norte.

-Cinco y vos seis… -dijo la quitandera-. Sobre el agua, rodeados de agua… Me da miedo…

-Cayate, y dame un beso.

Y, seguida a la palabra, la acción. Y el rechinar de un elástico, protestando el peso de los cuerpos, y la madera frágil del tabique crujiendo, y el golpe de un codazo en la cabecera y palabras entrecortadas por suspiros ahogados.

La quitandera no podía sacarse la idea de los otros hombres, acostados tabique de por medio, roncando, tosiendo. Los tenía tan presentes que le era imposible atender como debiera al capitán. Aquellos cinco hombres, ¿cómo eran? ¿Altos, bajos, negros, blancos? ¿Estarían dormidos o escucharían las palabras de amor del capitán? Aprovechó un instante de tranquilidad para llamarle la atención:

-A ver. ¡Parece que uno tosió!

-Dejá quietos a los otros. Dame la boca y cayate. Están dormidos.

Se hizo una larga pausa. La lluvia había cesado. El más leve murmullo podía ser oído en el silencio nocturno.

Los tripulantes no dormían. Los tres desvelados se guardaban muy bien de dar señales de vida, evitando así que la escena se desarrollase.

El capitán manipuló en el farol que pendía del techo. Lo dejó con la mecha baja, poniendo la cabina en una media luz que disminuía poco a poco.

La quitandera fijó sus ojos en la lumbre, hasta contar las tres últimas llamitas. Cuando se hizo la oscuridad completa, abrazó al capitán, sin poder desprenderse de la idea obsesionante. Ella estaba sola, sobre las aguas, con seis hombres. Se había acostado con seis hombres a un tiempo, pues oía roncar a uno, toser a otro, darse vuelta a un tercero, y sentíase clavada en el duro lecho por el vigor del capitán. Vigor de los seis hombres, sobre las aguas, bajo la lluvia… Olía a los seis hombres, a las seis bocas envenenadas de tabaco. Olía la boca del capitán. Su pesado cuerpo caía sobre el de la quitandera, ahogándola. En vano, con los puños cerrados, intentó una y otra vez separar aquel cuerpo del suyo.

-¿Qué te pasa? -la increpó con violencia el capitán.

-Nada, que me apreta demasiau…

-¡Bueno, cayate ahora, porque si no te meto el puño en la jeta!

Crujía el elástico, se arqueaba el tabique donde se apoyaba la cabecera del camastro. La farsa terminó estrepitosamente.

-¡Y aura mandate mudar, basura!

Hizo temblar los tabiques el insulto, acompañando al puntapié que propinó el capitán a la infeliz quitandera. Los tres tripulantes desvelados levantaron simultáneamente la cabeza. Se oyeron los pasos de la mujer por la cubierta.

-¡Canalla, malparido!

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