domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (41) - ESTHER MEYNEL


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Al pensar en mi situación privilegiada, siento en el corazón un peso agradable, y es que llevo en él toda la música que escribió Sebastián desde nuestra boda hasta su muerte, que tiene para mí un valor que no puede tener para nadie. Yo la vi venir al mundo, yo la leí antes que la viese ninguna mirada humana, y Sebastián me hablaba de ella y me explicaba lo que yo no era capaz de comprender. ¡Cuántas veces estaba en el cuarto junto a él, cosiendo en silencio o remendando alguna prenda, mientras él, con una rapidez como si le dictase Dios, escribía notas y más notas con la pluma de ánsar, hasta que, de pronto, levantaba la vista y, tendiéndome la mano, me decía: -¡Ven aquí, Magdalena! -y me enseñaba lo que había escrito. Alguna vez, aunque no con frecuencia, el manantial no quería fluir. Entonces escribía aproximadamente una docena de compases, se le escapaba un grito gutural de disgusto y tachaba con la pluma lo que acababa de escribir. Luego, apoyaba la cabeza en las manos y se quedaba inmóvil y silencioso, a veces bastante rato y, generalmente, un par de minutos. De pronto, levantaba la cabeza y exclamaba, sonriente, dirigiéndose a mí: -¡Naturalmente, así debe ser! -y volvía a escribir de nuevo.

Cuando Friedemann tuvo más edad y se fue haciendo un buen músico, mientras mis manos iban teniendo cada vez más trabajo en la casa, tuve que ir cediéndole algunos de mis privilegios más queridos, y él fue el compañero musical más íntimo de su padre. Pero yo seguía trabajando con Sebastián lo suficiente para no poder quejarme, y él continuó en su costumbre de no escribir un solo compás sin enseñármelo y de comunicarme todas sus ideas. Así tiene una base firme mi sensación de que soy una mujer favorecida entre todas las de este mundo, por haber podido vivir tan íntimamente ligada a un genio maravilloso y por haber visto nacer su música perfecta. No quiero decir con esto que yo comprendiese inmediatamente y hasta el último detalle sus obras; para ello hubiera tenido que ser tan genial como él; pero todos los años que con él pasé, todas las lecciones que me dio directa o indirectamente, todas nuestras conversaciones y meditaciones, que siempre se referían a la música, unidas a mi natural amor a este arte, habían producido en mí la facultad de comprensión necesaria para la música genial que Sebastián componía sin cesar. Ahora que ha desaparecido, los hombres lo han olvidado, su música se oye rara vez y, en estos tiempos, más que en él se piensa en sus hijos Friedemann y Manuel; pero no puedo creer que eso siga siendo siempre así. Su música es completamente distinta que las de ellos, según mi impresión; con su música se penetra en otro mundo más alegre y sobrenatural, en el que ya no pesan las preocupaciones y pensamientos de este mundo. En su corazón estaba el núcleo de la paz y de la belleza. Y cuando caía sobre mí, como ocurría con frecuencia, el peso excesivo de las preocupaciones de la casa, el exceso de hijos y el corto número de táleros, las mil cosas que había que había que hacer y cuidar, el constante amasar, lavar, tejer y remendar, no necesitaba más que tomarme un rato de libertad para oírle tocar el órgano o ejecutar una de sus cantatas o motetes, y ya estaba yo también allí… quiero decir en su corazón, en el núcleo de la belleza y de la paz. Únicamente su música ejercía en mí ese efecto maravilloso. La música de Haendel o la de Pachelbel es también hermosa y maravillosa, pero viene de otra tierra que la de mi Sebastián. Tal vez yo lo sienta así porque amo a Sebastián; mas, aun haciendo abstracción de su persona, hay una diferencia (que no puedo describir, pero que realmente existe) entre su música y la de cualquier otro.

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