domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (44) - ESTHER MEYNEL


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También se quejaba de que hubiesen suprimido algunos créditos para él y para el coro, y probaba que los músicos de Dresde estaban mucho mejor pagados. “Es fácilmente comprensible”, seguía escribiendo, “que músicos a los que se trata dignamente, se les evita las preocupaciones materiales y no se les exige que toquen más de un instrumento, puedan introducir ejecuciones maravillosas. Pero si yo he de renunciar a algunos de mis ingresos suplementarios, me será imposible elevar el nivel musical de la escuela. Tengo que insistir también en que no disminuya el número actual de alumnos, a fin de que pueda dar a cada uno el tiempo necesario para su instrucción, y dejo a su juicio si debo seguir ocupándome de la música en tales condiciones o si habrá que hacer algo para contener esa decadencia”.

Además, veía que los órganos de las diversas iglesias cuya dirección musical tenía, se encontraban bajo “manos sucias y poco hábiles”, aunque había de reconocer que el señor Görner, organista de la Iglesia Nueva y la de Santo Tomás, no era un músico completamente inexperimentado, a pesar de ser sus composiciones confusas y desordenadas, y de que (Sebastián no aseguraba esto, limitándose a repetir, sonriendo, un rumor muy extendido) no utilizaba las reglas de la composición por la razón sencilla de que las desconocía. Era, además, muy vanidoso y envidiaba la perfección con que Sebastián tocaba el órgano, se quejaba de su propia imperfección y no cesaba de hablar en forma bastante despectiva de mi marido. Tardó mucho tiempo en olvidar que, en un ensayo de una cantata, al tocar el órgano, cometió continuamente faltas; hasta que Sebastián montó en cólera, se quitó la peluca y se la tiró a la cabeza diciéndole que más le hubiera valido hacerse zapatero remendón que organista.

Sebastián perdía rara vez el dominio de sí mismo, y no creo necesario decir en qué ocasiones sucedía eso. De todo ello se deducen nuestras molestias y dificultades en los primeros años que estuvimos en la escuela de Santo Tomás. Pero todas esas contrariedades no encontraban sitio en nuestro hogar, todas quedaban fuera, en cuanto Sebastián se sentaba al clave o cogía la viola. En casa hacíamos música en todos los momentos libres y en todas las festividades, y las largas noches de invierno nos parecían suaves cuando el fuego chisporroteaba en el hogar y las velas derramaban su luz sobre la partitura de una cantata o de un cuarteto. También se presentaban algunas veces amigos de Sebastián, con el violín o con el oboe bajo el brazo. Pero en la familia podíamos formar un cuarteto y dar un concierto sin necesitar ayuda de fuera. La hija mayor de Sebastián, Carolina Dorotea, tenía una voz suave y agradable, y yo misma poseía una voz de soprano muy limpia, como Sebastián le escribió una vez a un amigo suyo. Friedemann y Manuel tenían grandes talentos musicales, como demostraron en su edad madura, y todos nosotros, casi hasta los chicos más pequeños, sabíamos leer toda clase de música sin la menor dificultad. Sebastián aseguraba con orgullo que todos sus hijos eran músicos de nacimiento. Hubiera sido muy extraño que no fuese así, puesto que él era su padre y hasta el aire de la casa era música. Lo primero que oían era música, y lo primero que veían, instrumentos musicales. Jugaban entre las patas del clavicordio y del clavecín, y los pedales eran el objeto de sus constantes investigaciones; a los pequeños les parecía aquello el colmo de lo misterioso y entretenido, hasta que crecían lo suficiente para llegar a las teclas y, con gran satisfacción y la boca abierta, apretaban las teclas y adquirían el convencimiento de que sabían hacer lo mismo que su padre. Hubiera sido verdaderamente extraño que no llegasen a ser músicos.

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