domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (43) - ESTHER MEYNEL


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Los chicos, naturalmente, se alegraban mucho de que llegase la feria, y yo tenía buen trabajo para que los más pequeños no se me perdiesen en la aglomeración y para que los mayores, con sus trompetas de madera roja, en las que soplaban durante todo el día, no martirizasen demasiado los oídos de su padre. Y no es que los sonidos desentonados de las queridas trompetas de sus hijos le resultasen más desagradables que las voces roncas de los chicos del coro, cuyo sonido se estropeaba antes de que hubiesen aprendido a cantar. ¿Cómo iban a cuidar sus voces, si tenían que cantar de noche, en aquella atmósfera húmeda y entre el humo de las antorchas con que se alumbraban? Eso sin hablar de las cantatas al aire libre, con viento y lluvia, en bodas importantes y en entierros, en los que la presencia de su Cantor los obligaba a comportarse con cierta corrección, pero, al tener que cantar con nieve o lluvia, se les estropeaba la voz, que ya no podía recuperar su suavidad y elasticidad. Algunas veces estaba todo el coro tan ronco, que Sebastián, desesperado, decía que lo mismo sería pretender enseñar a cantar a una bandada de cuervos. Cuando se piensa en las Cantatas y motetes de Sebastián es fácil concebir lo amargo que tenía que serle no poder disponer más que de aquellas voces tan rudas para ejecutarlas. Había un punto en el que principalmente difería de la opinión de los directores de escuela, y esa opinión era que, después de la glorificación de Dios, el principal objeto de la música era estimular la digestión de los alumnos. El señor Gesner había fijado las horas de ejercicio de canto para inmediatamente después de la comida, probablemente con la idea de que esa clase de ejercicio corporal es muy sano después de comer, hecho que prueba lo bajo que había caído, en la Escuela de Santo Tomás, el concepto de la música. En efecto, era muy cierto lo que hacía tiempo había dicho el Rector Ernesti: que “en el Chorus musicus existían muchas más cosas estremecedoras que cosas que hiciesen esperar nada agradable”. Cuando Sebastián llevaba ya algunos años en su puesto de Cantor, se le presentó la oportunidad de dirigir una Memoria a la administración de la escuela de Santo Tomás, sobre el estado de la música en la misma. Insistía en ese documento en la necesidad de disponer, en cada uno de los coros de las tres iglesias principales, Santo Tomás, San Nicolás y la Iglesia Nueva, como mínimun, de tres sopranos, tres contraltos, tres tenores y tres bajos  de modo que, aunque faltase alguno, lo cual en la época del mal tiempo sucedía con frecuencia, como se podía comprobar por las recetas que enviaban las farmacias a la escuela, se pudiese ejecutar un motete con dos cantantes de cada voz, por lo menos. En cuanto a los ejecutantes de la orquesta, aseguraba que su modestia le impedía hablar de sus cualidades, pero sólo quería decir que parte de ellos no estaban suficientemente instruidos en el arte musical, y que otros eran completamente incapaces. “Se ha de tener en consideración” -seguía escribiendo- “que la antigua costumbre de admitir chicos que no tienen vocación ni talento musical, ha hecho descender, naturalmente, el nivel del rendimiento en ese arte. Es fácil de comprender que un muchacho tan poco musical que es incapaz de cantar una segunda voz, jamás aprenderá a tocar nada en ningún instrumento. Tampoco los que, al venir de la escuela, han aprendido ya algunos principios de música, pueden ser útiles tan pronto como sería de desear, pues necesitarían un año de instrucción para ello. Y ahora se les mete en el coro tan rudos como llegan, y cuando, al fin del curso, salen de la escuela algunos de los más avanzados, queda en ella una mayoría con instrucción insuficiente, o sin ella en absoluto, y el valor del coro baja. Ya es sabido que mis predecesores, los señores Schelle y Kuhnau, necesitaban recurrir a la ayuda de estudiantes cuando querían organizar un concierto que resultase algo agradable”.

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