domingo

ENRIQUE AMORIM - LA CARRETA (34)


VIII (3)

No había traspuesto aun el planchón de madera, cuando los tripulantes insomnes, descalzos y en paños menores, se agolparon sobre la quitandera. Un paso en falso y el más audaz caía sobre la mujer en una charca barrosa. Disputándose la presa, los tres hombres anduvieron un trecho, como tres hormigas con un pedazo considerable de azúcar. La mujer era una carga ya sobre el hombro de uno, ya entre los brazos del otro, ya entre las piernas del tercero.

Se defendía como podía, lanzando puñetazos en el vacío o certeros golpes por las espaldas. Mordía, furiosa, gritaba; cuando dejaba de morder, arañaba con furia.

-¡Los ha mandau el canaya! -alcanzó a decir en un momento.

-¡Te juro que no! -aseguró uno de ellos, empeñado en besarle la boca.

Aquel juramento la tranquilizó, dejando hacer. Cayó en una barranca pedregosa, sin oponer resistencia.

-¡Dejala por mi cuenta! -pidió el del juramento-. ¡Dejala conmigo primero!

Para dar una muestra de acatamiento, la cuarterona, que había demostrado una fuerza poco común, dio dos manotones a uno y otro de los tripulantes, reservando para el que había jurado un abrazo significativo.

-¡Qué brutos, qué bestias! ¡Los parta un rayo! -blasfemó la mujer.

-¡Descansá, vieja, descansá! -le insinuó el elegido.

Este era un mulato retacón, barbilampiño, de largos cabellos y voz afeminada.

-¡Así se le hunda el barco al miserable! -dijo, respirando fuerte, la mujer-. ¡Me han dau una patada que casi me tumba!

-¡Pobrecita! -agregó uno de ellos.

-Todos son unos lobos y están combinados para esto -aseguró la infeliz.

-No, viejita -dijo el mulato, con su vocecita aniñada-. Nosotros oímos la pelea con el capitán y te queremos defender.

-¡Yo sabía que estaban atrás ustedes, y tenía miedo! La primera me dejé hacer, pero después!... -y cortó su explicación uno de los apartados, ansioso de ver terminadas las explicaciones.

-¡Bueno, metele con ese! ¡Dispués venimos nosotros!

Y se alejaron un tanto, atrás del barranco. En cuclillas, frotándose los brazos desnudos, en donde los mosquitos comenzaban a picar, esperaron su turno los dos hombres. Se oía el oleaje golpear en el casco del barco.

La quitandera recibió a los tres, de cara al cielo, de espaldas al suelo pedregoso. Amanecía cuando la dejaron en camino del carretón. Las aguas del río reflejaban el tinte rosado de la aurora. Sorteando piedras, cruzando barrancos, alzando teros que revoloteaban encima de su cabeza, iba despertando el campo, desfalleciente, embarrada de pies a cabeza, con los cabellos sueltos al aire del amanecer. De sus caderas amplias y voluminosas caían terrones de barro que habían quedado adheridos a la ropa.

Llegada al carretón, tomó cuatro mates y se tumbó en un cojinillo. Dormía profundamente cuando por el río, aguas arriba, iba navegando el barco con los seis tripulantes.

El sol le bañaba el rostro, el aire le agitaba los cabellos y le alzaba las faldas. Algunas hierbas secas se le habían metido entre los senos. Un perro, a pocos pasos, la miraba con el hocico alargado, con el olfato atento. Y, altas, las voluntariosas caderas de la cuarterona parecían desafiar a otros hombres desde el sueño en que estaban guarecidas.

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