domingo

LAS MESAS DE PAPI


Hugo Giovanetti Viola

(Texto incluido en el catálogo de la exposición Bajo la corteza / Maderas de Deliotti, Giovanetti, Lorieto y Otero, inaugurada en el Museo Gurvich el 26 de abril de 2017, con curaduría de Sonia Bandrymer.)

Hugo W. Giovanetti Sanna (1919 / 1979) construyó su primera mesa taraceada en un minúsculo altillo de la calle Valentín Gómez donde tenía que materializar sus ensoñaciones áureas con luz artificial.

Claro que allí también reinaba una especie de zarza del Espíritu como la que Velázquez capturó en su versión de la Cena en Emaús.

Aquella mesa o apoyatura (en el sentido de sostén contención) espiritual fue construida en 1952, y a pesar de que papi había ingresado al Taller Torres García recién dos años antes, los molinetes de la estructura vertebral donde se incrustaban las miríadas de maderitas amosaicadas bizantinamente -y preparadas una por una con formón, navaja y lija- ya irradiaban una gracia de trabazón propias de un geómetra veterano.

Y aunque todavía me parece estar viendo el mansísimo rostro de un recién emigrado Collell que venía muy a menudo para ir a buscar barro al Pantanoso (porque en aquel altillo del Paso Molino también se hicieron experiencias pioneras para el surgimiento de la cerámica constructiva) es una pena que mis 4 años no hayan podido retener in situ las fases del proceso de elaboración de la taracea iniciática que después contemplé durante muchos años en nuestra casa de Punta Gorda, hasta que hubo que venderla.

(Tampoco puedo recordar, por ejemplo, la euforia del rostro todavía delgado de un Gurvich que también visitaba aquella catacumba aérea o trinchera estrellada donde me contaba mi madre que devoraba el sopón espeso y recalentado del mediodía no solamente con hambre de absoluto.)

Papi (y lo nombro así como si dijera Abba) llegó a hacer una veintena de apoyaturas taraceadas (aunque Ricardo Pascale, por ejemplo, utilizó su mosaico en forma de panel adosado a un mueble) generalmente por encargo, con excepciones como la de la misteriosa mesa que terminó siendo impregnada por una especie de veladura davinciana que hizo que un periodista especializado la confundiera con una joya renacentista: ese fue un expreso regalo construido para Manolita Piña de Torres García.

Y ya en Punta Gorda se decidió a lijar con una pistola de taladro la superficie entera de los mosaicos, para poder liberarse de las refracciones que le provocaba el vidrio nivelador a la pieza iniciática.

La pena fue que en 1979, cuando Hugo W. Giovanetti Sanna se fue sin decir nada por los médanos blancos de la Más Dimensión (como reza la habanera de Manuel Picón que inmortalizaron Alfredo Zitarrosa, Cristina Fernández y Eduardo Darnauchans) la familia se quedó sin ningún ejemplar representativo. Pero al poco tiempo apareció Baratta -el mueblero que le había hecho los principales encargos- y le pidió a mi madre que le aceptara el único mosaico que le quedaba en exposición.

Las amistades verdaderas son todopoderosas.

Ahora esa apoyatura recuperada se acaba de exponer por tercera vez en el Museo Gurvich y cuando me pidieron una foto para el catálogo escarbé hasta encontrar el rostro de un papi cincuentón en el apogeo de su felicidad familiar, y estoy seguro de que esa debe de ser la expresión con la que está festejando esta muestra tan justa como necesaria desde el lugar sin muerte donde vive.

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