domingo

CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE) 106 - LOS CANTOS DE MALDOROR


CANTO CUARTO

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En la pared de mi cuarto, ¿qué sombra dibuja con incomparable vigor, la fantasmagórica proyección de su silueta encogida? Cuando deposito sobre mi corazón esta pregunta delirante y muda, la sobriedad del estilo actúa de ese modo, más para dar un cuadro de la realidad que por la majestad de la forma. Quienquiera que seas, defiéndete, pues voy a apuntar hacia ti la honda de una terrible acusación: esos ojos no te pertenecen… ¿de dónde los has tomado? Un día vi pasar ante mí una mujer rubia; ella los tenía parecidos a los tuyos: tú se los arrancaste. Veo que pretendes hacer creer en tu belleza, pero a nadie engañarás, y a mí menos que a nadie. Te digo esto para que no me tomes por tonto. Toda una serie de aves rapaces, aficionadas a la carne ajena y defensoras de la utilidad de la persecución, bellas como esqueletos que deshojan panoccos de Arkansas, revolotean alrededor de tu frente, como servidumbre sumisa y tolerada. Pero ¿se trata de una frente? No es difícil que se interponga una fuerte vacilación en creerlo. Es tan estrecha que resulta imposible verificar las pruebas, numéricamente exiguas, de su existencia equívoca. No me guía el deseo de divertirme al decir esto. Puede ser que no tengas frente, tú que paseas por la pared, como símbolo mal reflejado de una danza fantástica, las febriles sacudidas de tus vértebras lumbares. ¿Quién te ha escalpado, entonces? Si fue un ser humano, a causa de haberlo tú encerrado durante veinte años en una prisión, de la que se ha escapado para preparar una venganza digna de su desquite, hizo lo que correspondía, y lo aplaudo; excepto -hay un excepto- que no fue bastante severo. Ahora te pareces a un piel roja apresado, por lo menos (señalémoslo previamente) en la falsa elocuencia de cabellera. No es que no pueda volver a brotar puesto que los fisiólogos han descubierto que hasta los cerebros extirpados reaparecen a la larga en los animales; pero mi pensamiento, al detenerse en una simple comprobación que no está desprovista, por lo poco que advierto, de una enorme voluptuosidad, no llega, aun en sus consecuencias más atrevidas, hasta los límites de una rogativa por tu curación, y se detiene, por el contrario, justificado por el empleo de una neutralidad más que sospechosa, a considerar (o por lo menos desear) como el preludio de mayores desgracias lo que no puede ser para ti más que una pérdida transitoria de la piel que recubre la parte superior de la cabeza. Espero que me hayas comprendido. Y hasta si el azar te permitiese, por un milagro absurdo, pero que puede a veces ser razonable, volver a encontrar esa preciosa piel, conservada por la religiosa vigilancia de tu enemigo como recuerdo embriagador de su victoria, es casi extremadamente posible que, aunque no se hubiera estudiado la ley de las probabilidades más que bajo su aspecto matemático (y se sabe que la analogía transporta fácilmente la aplicación de esta ley a los otros dominios de la inteligencia), tu auténtico temor, si bien algo exagerado, de un resfrío total o parcial, no rehusaría la ocasión importante y hasta única, que se presentaría tan oportunamente, aunque de modo repentino, de preservar las diversas partes de tu cerebro del contacto con la atmósfera, especialmente en invierno, mediante un peinado que con todo derecho te pertenece, puesto que es natural, y que te sería permitido además (sería incomprensible que lo negaras) llevar de continuo en la cabeza, sin correr los riesgos siempre desagradables de infringir las reglas más simples de una elemental conveniencia. ¿No es cierto que me escuchas atentamente?

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