ESCRITOS DE HORACIO QUIROGA
Los crepúsculos del jardín *
(1)
Yo tuve siempre la seguridad
de escribir algo cuando aparecieran Los
crepúsculos del jardín. Primero de todo, como manifestación de mi propio
gozo; segundo, por la potencia de su autor; tercero, en homenaje a mis primeros
entusiasmos. Como es común relatar en estos casos el conocimiento personal que
del autor se tuvo -y esto implica el mérito de variar lo escrito, aligerando no
poco la ineludible gravedad judicial que tales cosas suponen- contaré a mi vez
que en 1896 leí la Oda a la
desnudez, primera obra suya que conocí. Sentime lleno de tal alegría, que
le llamé repetidas veces hombre de genio. Aun hoy que no siento tales
sobresaltos de emoción, el vocablo se me sube a los labios, sobre todo cuando
-como ahora- revivo mis impresiones. Al año siguiente leí Las montañas del oro, y
sucesivamente algunas poesías, muy pocas. Llegué así a 1900, sin conocer de
este hombre nada, ideas, modo de ser, actuación estrepitosa; apenas un amigo
que le había conocido antes, y una caricatura en Caras y Caretas. Para mí, tan lleno
de fresco humanismo, la ignorancia de todo dato poetiza su figura al extremo de
suponerlo indio, muy indio, huraño, hercúleo y violento. Por demás,
inabordable, sobre todo para mí con mi ridícula espontaneidad de joven adorador.
Un día en compañía de un
amigo en igual crisis, fuimos a verle.
Nos presentamos sin tarjeta
alguna, corriendo la hermosa aventura. Esperamos largo rato, pues la hora más
que matinal excusaba toda demora mientras saboreábamos a dúo la emoción de la
ruda silueta poética que debía aparecer en la puerta. Fue así que en su lugar
se presentó un hombre blanco, de expresión cualquiera, juvenilizado por un
fresco pijama. La única conciencia de ser él quien buscábamos provenía de un
vago parecido con la caricatura. Pero tanto le conocía en sí mismo, que
inconscientemente le presenté a mi amigo, y en seguida me presenté yo. Hablamos
toda la mañana, poco de letras.
Este recuerdo será duradero,
¿por qué no? Quien haya sentido una grande admiración -en mí era absoluta-
comprenderá el abrazo que nos dimos con mi compañero cuando nos hallamos de
nuevo en el carruaje.
¡Estábamos tan contentos!
Después hemos sido amigos, y
este contratiempo -en el viejo concepto de coartar un libre juicio- existe en
realidad, restringiendo la franqueza, tan grande cuando no hay conocimiento
personal. Pero no me refiero al amor que puede impedir reprobar; todo lo contrario.
Por ese mismo cariño hay ciertos impulsos de noble admiración que cuestan
decirse, por pudor, por haberse familiarizado ya uno con ellos, y sobre todo
por aquello de ser menos expresivo con el amigo más querido en una despedida.
La obra de Lugones tiene tres
fases, caracterizadas en Oda a
la desnudez, Los doce gozos y Emoción aldeana. La primera y sus congéneres llena Las montañas del oro, Las otras
dos pertenecen a Los
crepúsculos.
¡Los doce gozos! Muy
curiosa es la impresión que sentí al leerlos. Estaba en cama, convaleciendo y
con un poco de fiebre aun, exactamente como una joven que debe leer a Flores
por primera vez. Hace de esto cinco años. Mi emoción fue tanto más fuerte
cuanto que no conocía de Lugones sino el lado violento con sus grandes ademanes
de Las montañas. Ahora
bien; lo que más me llamó la atención fue que -a pesar de la honda armonía de
cada soneto- todo él solía estar dislocado, cuartetos y tercetos sin conexión
alguna. Casi todos ellos concluían tan lejos de lo sugerido al principio como
era posible. Cada verso era a veces un cuadro completo y aparte con su propia
alma colorida. Sucedíale otra impresión de otro miraje ya. El final, asimismo,
solía ser una cosa muy distinta, pero que encuadraba maravillosamente las diversas
sugestiones. ¿En qué consistía esta prodigiosa y disparatada armonía? Mucho me
preocupó eso, siendo, como es, lo más característico de la poesía de
Lugones. Poco o mucho se halla en todas sus composiciones. Pero aquellas
doce familias, en que los hermanos y hermanas se parecían muy poco, dando sin
embargo, todas ellas la armonía de la misma serena sangre, eran excesivamente
lujosas, un lujo flotante de riquísimo drama inconsistente más que todo aliento
de lujo, de tan poderosa sugestión, que lo que se veía no era justamente lo
descripto sino lo que pudiera haber sido el éxtasis de ese paisaje. La misma
clásica pareja se hallaba siempre en una situación insostenible, con una vida
tan fugaz como encantadora. Si la frase tiene aun influencia, se puede decir de
esos personajes que eran una creación poética.
(*)
Publicado en Tribuna, Bs.
As., 1905. Reproducido en Babel.
Bs. As., nº 19, mayo de 1926.
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