CANTO CUARTO
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Cuando las mujeres se vieron
en la imposibilidad de retener el látigo, que la fatiga hacía caer de sus
manos, ellas pusieron juiciosamente fin al trabajo gimnástico que habían estado
ejecutando casi durante dos horas, y se retiraron con una alegría que no estaba
desprovista de amenazas para el porvenir. Yo me dirigí hacia aquel que
solicitaba mi auxilio con un ojo glacial (pues la pérdida de su sangre era
tanta que la debilidad le impedía hablar, y mi opinión era -aunque yo no fuese
médico- que la hemorragia se había atraído la cólera de su mujer, que
acariciaba la esperanza de una recompensa si lograba inducir a su marido a que
prestara su cuerpo para satisfacer las pasiones de la vieja. Ellas decidieron
complotarse para colgarlo de una horca, preparada de antemano en algún paraje
no frecuentado, y dejarlo perecer insensiblemente, expuesto a todas las
desgracias y a todos los peligros. No fue sino después de maduras y numerosas
reflexiones, llenas de dificultades casi insuperables, que habían logrado encauzar
su elección hacia al refinado suplicio que sólo encontró término gracias al
socorro inesperado de mi intervención. Las más vivas señales de agradecimiento
subrayaban cada expresión y no dejaban de prestarle a esas confidencias su más
significativo valor. Lo trasladé a la cabaña más próxima, pues acababa de
perder el conocimiento, y no me alejé de los labriegos hasta que les dejé mi
bolsa para que suministraran al herido los cuidados necesarios, haciéndoles
prometer que prodigarían al desdichado, como a su propio hijo, las muestras de
una dedicación perseverante. A mi vez, les conté el episodio, y me dirigí hacia
la puerta para retomar el camino; pero he aquí que después de haber hecho un
centenar de metros, volví maquinalmente sobre mis pasos, entré de nuevo en la
cabaña y, dirigiéndome a sus ingenuos propietarios, exclamé: “¡No, no… no
creáis que todo esto me conmueve!” En seguida me alejé definitivamente; pero la
planta de los pies no podía apoyarse con firmeza; quizá cualquier otro no lo
hubiera advertido. El lobo ya no pasa más bajo la horca que levantaron, un día
de primavera, las manos combinadas de una esposa y una madre, como en el
momento en que su imaginación hechizada le hizo comprender el camino de una
comida ilusoria. Al ver en el horizonte una negra cabellera balanceada por el
viento, no cedió a la fuerza de la inercia, y emprendió la fuga con una
velocidad incomparable. ¿Habrá que admitir en ese fenómeno psicológico una
inteligencia superior al instinto ordinario de los mamíferos? Sin asegurar nada
y sin prejuzgar nada, me parece que el animal comprendió el significado del
crimen. ¡Cómo no habría de comprenderlo, cuando los seres humanos mismos han
desechado hasta un punto indescriptible el imperio de la razón, para no dejar
subsistir, en lugar de esa reina destronada, sino una venganza feroz!
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