VII (1)
-¡Dejame, déjame ver si pasa
el patrón! -rogaba, liberándose de los brazos de Maneco, la china Tomasa-.
¡Dejame, te digo!
Y consiguió asomarse a la
ventana del rancho, para ver pasar a don Cipriano, el joven patrón de la
estancia.
-¡Ta que sos guisa! ¡Te va’a
ver y v’a mandarme que le cebés mate!... ¡No te asomes, cristiana!
Maneco, que había conseguido
meterse en el rancho de las sirvientas a la hora de la siesta, estaba ansioso,
con las bombachas medio caídas, la golilla por un lado, el cinto en la respaldo
de la cama de hierro.
La ventana era más bien alta,
y desde la cama, apoyada a la pared, Tomasa, de rodillas, podía espiar al
patrón. El corpiño ajustado, dejaba al aire la pulpa de sus abultados senos,
rozando en el adobe de la pared de barro cuando la muchacha inclinaba el busto
para asomarse.
Maneco metía las manos entre
la pared y el cuerpo de la moza, tratando de separarla de la ventana y
aprovechándose, para acariciar aquel cuerpo duro, de carnes olorosas.
Tomasa quería ver pasar a don
Cipriano, un hombre hermoso, si los podía haber, pero frío e indiferente con
las mujeres. Después de hacer una corta siesta, todos los días atravesaba el
patio de naranjos y se iba a los galpones, a conversar con la peonada. Tomasa
quería verlo pasar, quería darse el gusto de verlo pasar, arrogante, con paso
firme, mientras ella tenía a Maneco en la cama, con las bombachas caídas.
Arrodilladas en el lecho, espiaba, alejando a veces las manos del mozo que, de
puro confianzudo, ya iba metiéndolas donde no debía.
-¡Bajate, cristiana boba!
¡Aura que pude ganarme sin que me viesen, debemo aprovechar! -insistía Maneco,
vehemente, con la camisa pegada a las espaldas sudorosas.
-Andá, sosegate, dormí un
poco. ¡Yo no dejo de mirar la pasada del patrón!
-¡Pucha, ni que estuvieses
enamoretiada de don Cipriano! -dijo Maneco.
-No digas sonseras, negro. Es
pa’estar segura de que no me va a yamar.
Maneco no quiso insistir y se
limitó a acariciar el vientre, los senos apretados de Tomasa, sin que esta
ofreciese resistencia.
Era un día de sol amarillo,
de calor sofocante. En el rancho, la atmósfera era pesada, y por él iba y venía
una clueca, que ya no podía resistir más el nido. Con el pico abierto, se
acercaba a la puerta y miraba de arriba abajo.
Maneco, arremangado, ora
acariciaba el cuerpo de su china, ora se quedaba quieto, con la cabeza junto a
las caderas, respirando fuerte, en un delicioso sopor. Tomasa no protestaba.
Antes bien, pareció ceder, colocando ambos codos en el marco de la ventana y
dejando a Maneco que desnudase las cintas de sus enaguas. De rodillas en la
cama, separada ahora del muro, Tomasa se mostraba dócil al muchacho. Le
levantaba las faldas, le acariciaba los muslos, la besaba a su gusto.
No se atrevía a hablar.
Comprendió que una sola palabra lo echaría todo a perder. Y, silencioso, se
aprovechaba de la licencia que Tomasa le ofrecía, aspirando el olor de la piel.
La moza miraba con ojos
encendidos a su patrón, quien, bajo un alto naranjo, conversaba con uno de los
alambradores de la estancia. ¡Qué bien quedaba don Cipriano cuando levantaba la
mano y se afirmaba en el tronco del árbol! ¡Qué esbelto era y cómo resaltaba su
figura! Fumaba. Conversaba. Le explicaba al alambrador algún trabajo y, de
tanto en tanto, una mirada, al pasar, iba a darle emoción extraña a Tomasa.
¡Cómo gozaba viéndolo!
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