domingo

LA TIERRA PURPÚREA (103) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XXV /  ¡LÍBRAME DE MI ENEMIGO! (4)
  
El pobre viejo y simplote de Santos se había menospreciado en exceso; el amor a su patrona había inspirado en él una elocuencia que me había llegado hasta el fondo del alma. ¡Y la pobre Demetria, impulsada por su triste y difícil situación y atormentadores recelos, se había visto precisada a hacer vanamente a un extraño esta propuesta tan ajena de una mujer. Pero, después de todo, no era, que digamos, tan ajena: porque en todo país donde la mujer no es una abyecta esclava, se le permite, en ciertas ocasiones, ofrecer su mano a un hombre. Es así aun en Inglaterra, donde la sociedad es como un enorme Clapahm Junction, con seres humanos que se mueven siempre como carros y vagones sobre los rieles inmutables impuestos por las conveniencias sociales, y que sólo pueden abandonar exponiéndose a una horrible colisión. Y jamás fue tal declaración más justificable que en este caso de Demetria. Alejada, en su triste páramo, del trato de los hombres, perseguida por vagos temores, ofrecía dar su mano, junto con su gran fortuna, a un aventurero sin un centavo. Ni tampoco había hecho esto antes hasta el último momento, sólo declarándose cuando ya había perdido toda esperanza de que la declaración viniese de mi parte. Esto explicaba la recepción de la noche anterior; el lujoso traje de otros tiempos que había vestido por ganar favor a mis ojos; la expresión tímida y pensativa de su mirada, la hesitación que no podía vencer. Cuando me hube repuesto del primer sobresalto, sólo podía sentir el mayor respeto y compasión por Demetria, deplorando amargamente que no le hubiese contado toda mi pasada historia, de modo que se hubiera evitado la vergüenza y la pena que ahora tenía que pasar. Estos tristes pensamientos cruzaron por mi magín mientras Santos se dilataba en las ventajas que me aportaría tal alianza hasta que le interrumpí.
  
-No diga más, amigo, pues le juro, Santos, que si por mí fuera, tomaría a Demetria con placer por esposa, siendo tanto lo que la admiro y aprecio; pero estoy casado. ¡Mira esto! Es el retrato de mi mujer -y sacando del pecho una miniatura que siempre llevaba colgada al cuello, se la pasé.
  
Me miró fijamente durante un rato, sorprendido y en silencio, y tomó el medallón; mientras lo contemplaba embelesado, reflexioné sobre lo que había oído. No podía pensar por un momento en abandonar a esta pobre mujer que se me había ofrecido con toda su fortuna, sin hacer ningún esfuerzo por librarla de su triste situación. Me había cobijado bajo su techo, cuando yo estaba necesitado y en peligro, y el ofrecimiento que acababa de hacerme, acompañado de una prueba tan convincente de su confianza y cariño, habría tocado el corazón del hombre más empedernido sobre la tierra, y le habría hecho, a pesar de su índole, su ferviente paladín.
  
Por último, Santos me devolvió la miniatura, con un suspiro.
  
-En mi vida han visto estos ojos una cara como esa. ¡No hay más que decir, señor!
  
-Queda mucho por decir, Santos -repuse-. He pensado en un plan muy fácil para ayudar a tu patrona. Cuando le des cuenta de nuestra conversación, dile que se acuerde de la oferta que le hice anoche de ayudarla. Le dije que sería su hermano, y cumpliré mi promesa. Ustedes tres no han podido pensar en un mejor plan para librar a doña Demetria que este que me acabas de decir; pero, después de todo, es un plan muy malo y lleno de dificultades y peligros para ella. Mi plan es mucho más sencillo, y también más seguro. Dile que salga esta noche a las doce, después que se haya entrado la luna, y que me encuentre debajo de los árboles detrás de la casa. Yo estaré allí, esperándola con un caballo para ella, y me la llevaré a un lugar seguro donde pueda esconderse y donde don Hilario jamás la podrá encontrar. Una vez fuera de su poder, habrá tiempo de sobra para pensar en algún medio que le obligue a salir de la estancia y para poner todo en orden. ¡Vete, Santos!, y que no vaya a faltar doña Demetria a la cita; dile que lleve alguna ropa y un poco de dinero si lo tiene; también que no olvide sus alhajas, porque no sería seguro dejarlas, con don Hilario en la casa.
  
Santos quedó entusiasmadísimo con mi plan, que era tanto más práctico, aunque menos romántico, que el que habían fraguado aquellos tres ingenuos conspiradores. Estaba por dejarme, el corazón lleno de esperanzas, cuando exclamó de repente:
  
-Pero, ¡por Cristo, señor! ¿De ande va a sacar usté una silla de mujer pa ña Demetria?
  
-Déjame todo eso a mí, Santos.
  
Entonces nos separamos, él para volver junto a su patrona, quien sin duda lo esperaba ansiosa por saber el resultado de nuestra conversación, y yo para pasar lo mejor posible las próximas quince horas.


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