domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (38) - ESTHER MEYNEL


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Esta visita del inglés fue la vanguardia de una nube de visitantes que había de venir a vernos más tarde, sobre todo en los últimos años de la vida de Sebastián. Casi todos los aficionados a la música que pasaban por la ciudad venían a visitarnos, porque Sebastián era muy hospitalario y bondadoso con todos los que suponía que se interesaban por la música, Ya el primer año, su puesto de Cantor nos puso en relación con mucha más gente que la que tratábamos en Cöthen. Y como yo estaba orgullosa de ser la mujer se Sebastián Bach, me preocupaba de que nuestra casa dejase buena impresión en los visitantes, por su limpieza y arreglo, y ponía flores en los jarrones cuando sabía que íbamos a recibir una visita. Teníamos una buena sillería tapizada de cuero negro, y una pareja de candelabros de forma muy bonita, de metal amarillo mate. Mis padres me habían regalado, al casarme, un hermoso armario ricamente tallado, en el que guardaba la ropa blanca que había aportado al matrimonio. Pero lo que yo prefería, de todo lo que teníamos en casa, era el retrato de Sebastián, que se había hecho, a mi ruego, en la época de nuestra boda. El retrato estaba muy bien pintado. Toda la gravedad, atención y seriedad de su mirada se expresaba a la perfección. Los ojos miraban como cuando pensaba, como cuando miraba a la gente o, mejor dicho, al través de la gente, sin darse cuenta de su presencia. Al principio, esa expresión me había asustado un poco; pero pronto reconocí que era la voz de la música, al elevarse en su alma, la que le daba esa expresión lejana. El pintor había dibujado también, con mucha exactitud, la línea de las cejas y la curva de la boca, que era tan sensible y que se alzaba en las comisuras cuando se reía, con lo que apartaba de mí los temores que había despertado con su mirada. Tenía aspecto de hombre enérgico, y a ello contribuía su mentón avanzado. Sus dientes coincidían exactamente, mientras que los de la mayoría de las personas están de tal forma que los dientes de la mandíbula inferior, al cerrarse, quedan detrás de los de la superior. Esta particularidad hacía que su cara tuviese un aspecto diferente del de la mayor parte de los hombres, y esa expresión de energía hacía que quien se le acercaba por primera vez, al mirarle el rostro, vacilase un momento.

El retrato era el orgullo de mi gabinete, y un día que estaba quitándole el polvo al marco de ese tesoro mío, entró Sebastián y me dijo, bromeando:

-Me gustaría tener, para adorno de nuestro gabinete, algo más bonito que ese retrato.

-¡De ninguna manera! -exclamé con mucho celo, sin pensar en el doble sentido de sus palabras.

Desde el principio de nuestra vida en común, Sebastián se divertía mucho cuando podía gastarme una broma, y bien sabe Dios que lo conseguía con frecuencia.

-Yo nunca me había tenido por un hombre hermoso -dijo sonriéndose, y me tiró de una oreja-; pero conozco a alguien que lo es, y estoy decidido a poner ahí su retrato para contemplarlo, como tú haces con el de tu hermoso Cantor.

Y tuvo la bondad de hacer pintar al óleo mi retrato a un pintor italiano llamado Christofori. Mi marido venía mientras estaba pintando, generalmente desde la Escuela de Santo Tomás, para observar los progresos del retrato, y solía decir:

-No, el color de las mejillas no está bien -o: -No encuentro bien la curva del mentón.

Hasta que un día el pintor se impacientó y le dijo:

-Señor Bach, yo no me atrevería a enseñaros cómo se compone una cantata; por lo tanto, ya que me habéis confiado el encargo de pintar a vuestra señora, dejadme hacerlo a mi manera.

Sebastián se sonrió con expresión de bondad.

-Así lo debéis hacer -le contestó-, pero es que vos no conoceís el rostro de la señora del Cantor tan bien como yo.

Sebastián quedó muy satisfecho cuando el retrato estuvo terminado, y pronto apareció colgado en la pared, junto al suyo, lo cual, al principio, más bien me avergonzaba que me alegraba; pues en aquella época eran pocas las mujeres de nuestra situación que habían sido pintadas, y a mí me parecía una extravagancia. Pero cada vez iba siendo más ante aquella prueba de que el Cantor Bach estaba contento de su mujer, y me sentía orgullosa al ver a la joven Frau Cantor Bach colgando sonriente, al lado de su marido.

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