(Fragmentos del capítulo VIII de Artigas católico, segunda edición ampliada con prólogo de Arturo Ardao, Universidad Católica, 2004)
por Pedro Gaudiano
APÉNDICE 9
“Dentro de nosotros mismos hallamos medios para conversar con Dios con una santa familiaridad. Cuanto más nos acercamos a él, tanto más deseamos unirnos íntimamente a este Supremo Ser. En este dichoso comercio (o sea, intercambio), es donde sin cesar celebramos haber perdido de vista las vanidades de la tierra, y de habernos desprendido de las pasiones y los sentidos; últimamente de nuestro propio cuerpo para vivir una vida toda celestial y casi divina. ¡Qué espectáculo tan bello es una alma elevada hasta el Ser increado! Es una prisma que reúne en sí todos los colores: un cristal que recoge en un solo punto todos los rayos, y que junta todo lo que puede calentar, hermosear e ilustrar” (pp. 262-263).
“La mayor desgracia que puede suceder al hombre es salirse siempre fuera de sí, y vagar como aventurero por medio de innumerables objetos terrestres que nada le hablan, aunque le gritan: nosotros somos tu Dios. Es preciso que entonces él mismo se engañe, o que viva como una bestia. Los filósofos no desbarraron por falta de haber contemplado el sol y los astros; antes bien los contemplaron demasiado; por falta de considerarse a sí mismos erraron. En esta escuela interior se halla la solución de innumerables dificultades que no ofrecen los libros, aun los más sabios y los más metódicos; la experiencia de todos los días nos lo enseña. El incrédulo vive y muere en medio de los más fuertes argumentos, sin sentirse conmovido, porque no quiere regresar a sí mismo, y porque se fía sin escrúpulo de los bosquejos de algunos metafísicos bastardos que nos pintan a Dios de un modo muy ridículo” (pp. 265-266).
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