domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (37) - ESTHER MEYNEL


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A medida que se le iba conociendo en Leipzig y sus alrededores, sucedía con mucha frecuencia que venía gente a llamar a nuestra puerta y preguntaba si el señor Cantor tendría tiempo libre para tocarle algo en el órgano. Sebastián accedía con gusto a tales ruegos, cuando creía que se los hacían por verdadero amor de la música y no por pueriles causas de curiosidad. Una vez abrió él mismo la puerta a uno de esos peticionarios. Tratábase de un señor muy alto, en el que fácilmente se conocía que era inglés. Era un gran admirador de la música de órgano, que venía de Hamburgo, adonde había ido a arreglar unos negocios y donde había oído hablar de la fama de Sebastián. Era tan extraordinariamente correcto y amable que Sebastián le cobró afecto desde el primer momento y, no solamente le dio un concierto de unas dos horas, sino que, además, lo trajo a casa a comer. Yo me quedé un poco turbada, pues no me había prevenido y miraba al forastero, que, seguramente, estaba acostumbrado a una alimentación más fina que nuestra sencilla comida casera. Pero pareció comer con agrado todo cuanto le ofrecimos, y cuando, después de comer, hubo fumado una pipa con Sebastián, le invitó con palabras amables y seductoras a que se sentase al clavicordio, donde mi marido improvisó una música encantadora, que escribió después y a la que llamábamos la suite inglesa, en recuerdo a nuestro visitante y porque, después, la empleó Sebastián combinada con algunos ritmos de un libro de música de Carlos Dieupart, que vivía en Inglaterra y era amigo del señor que nos había visitado, a quien mi marido envió esas composiciones. No volvimos a ver a aquel extranjero, pero le envió a Sebastián un hermoso paquete con libros y composiciones musicales, entre las que se encontraban las suites de Dieupart y algunas obras de Haendel, “como homenaje”, escribía, “al mejor maestro de órgano”. Todo lo que contó de Haendel aquel señor extranjero interesó mucho a Sebastián. A mí me había parecido incomprensible que alguien pudiera salir voluntariamente de nuestra hermosa Sajonia para marcharse a unas islas tan sombrías; pero ya sé que Inglaterra es una nación muy rica y que Haendel ganó mucho dinero. El inglés había oído tocar el órgano muchas veces a Haendel, en la catedral de San Pablo, lo cual sabía hacer con gran maestría; por eso había tenido tantos deseos de oír en Alemania al único hombre capaz de medirse con el sajón, que es como llaman a Haendel en Londres. Pero, después de haber oído a Sebastián, se dirigió a mí, y haciendo una reverencia, me dijo: ´

-Si me lo permitís, señora, os diré que, en todo el mundo, entre todos los organistas de fama, y he oído a casi todos, ninguno iguala a vuestro marido.

Yo le devolví la reverencia y le contesté:

-Ya lo sé, señor -al oír lo cual, Sebastián soltó una carcajada.

-Si conociérais mejor a mi mujer, señor, comprenderíais bien pronto que es incapaz de formar un juicio crítico con respecto a mí. Me considera como el mejor músico de Europa. ¿Verdad, Magdalena? -y al decir esto, me daba unos golpecitos en el hombro.

Yo estaba sentada en un banquillo, a sus pies, como tenía costumbre de hacerlo para hablar con él. El inglés sonrióse y replicó:

-¡Muy bien! Desgraciadamente, no a todos los grandes maestros se les reconocen sus méritos en su propia casa.

A lo que contestó Sebastián:

-¿Y de quién es la culpa, sino de ellos mismos? Deberían haber escogido sus esposas con más cuidado.

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