domingo

ENRIQUE AMORIM - LA CARRETA (26)


VI (3)

Sólo se oía el llanto de las mujeres. Chiquiño, al lado de la muerta, contemplaba al indio Ita, en sus tribulaciones y quejidos. Se agachó y le dijo:

-¡Hay que ser juerte, Ita!... ¡Resinación, amigaso! Aquí estamos pa lo que quiera mandar.

El indio Ita se puso de pie repentinamente. Su figura  proyectaba quebrada sombra sobre la cama, sombra que ascendía en la empalizada de paja y se doblaba en el techo, como volviendo hacia él.

-Siguro -dijo el indio-, hay que ser juerte, como era la finada, que aura está peliando con la muerte.

La mirada del indio se hizo dura. Frunció el entrecejo y se quedó mirando el cadáver, inmóvil, como dominado por una idea. Sus facciones finas se aguzaron más aun. Se diría que toda su raza acudía de golpe a dar carácter a su exacta figura.

Entraron en el rancho Leopoldina y una de las muchachas. No cesaban de llorar. Lloronas de profesión, por encargo, ahora berreaban sinceras. Tras ellas, la negra silueta de Chaves.

El indio Ita no se movía. Como era su costumbre, le gustaba sobremanera sorprender al paisanaje con actitudes extrañas. Había llegado al pago hacía quince años. Hizo de su mujer una milagrera. Y él sabía tanto de curtir cueros y cuerear en mil formas zorros, nutrias y venados que se conquistó la admiración de todos. Pero sus usos y costumbres eran muy particulares. No se apartaba de ciertos ritos de su tribu lejana.

Observaba el vuelo de las aves, escudriñaba el cielo, hablaba con la luna. Todos estos extraños hábitos sorprendieron en un principio. Pero como en repetidas ocasiones acertó, anunciando, con muchas días de anticipación, mangas de langosta, lluvia con granizo y algún otro fenómeno extraordinario, acabaron por creerlo un poco brujo. Siempre que se hablaba de ello, respondía que la selva impedía ver el lugar.

-¡Vayan p’ajuera! ¡Déjenme solo! -dijo solemne.

Y cuando las lloronas salían y se agachaba Chiquiño, para salvar la puerta, se oyó la voz del indio que agregaba:

-¡Aura hay que despedirse!

Aseguró la puerta por dentro. Las mujeres, bajo una enramada que servía de gallinero, cesaron de llorar, ante el revuelo que producía su llanto entre las aves.

Los tres hombres se quedaron silenciosos, hasta que Chaves preguntó a Chiquiño hacía dónde marchaba.

-¡Voy pa la frontera, a buscar trabajo!

-¿Y el viejo Mata? -inquirió nuevamente.

-Juyó con las carperas y la Secundina.

El paisano de los cabellos largos encendió un pucho con su yesquero.

-¡Vaya rezando un padrenuestro, m’hija -le dijo a la menor de las muchachas-. No hay que olvidarse que la finada le curó el pasmo. ¡Hay que rezar por su almita!

Y la muchacha, en voz baja, comenzó una oración.

Los tres hombres la escuchaban, mirando de cuando en cuando el cielo, como si buscasen algo.

-¡Pobre “Sentencia”! -exclamó el de los cabellos largos-. Un sacreficio inútil…

-Siguro, pa qué esas cosas, digo yo -agregó Chaves-. Este hombre esté medio embrujao. Tuitos lo’jindios dicen que eran ansina.

-¡Cada cristiano tiene su creencia! -dijo Chiquiño-. Y hay que rispetarla.

-Siguro -agregó sereno y firme el de los cabellos largos-. ¡En su tribu, asigún cuenta él, las cosas eran muy diferentes!

Se hizo un silencio todo hormigueado de palabrejas breves o entrecortadas.

Chiquiño se ofreció para ir a comprar velas, pensando en la última frase del indio: “¡Aura hay que despedirse!...”

-No sabemos entuavía cómo quiere velarla -dijo Chaves. ¡Quién sabe!...

-¡Aura un avemaría, m’hija! -ordenó el hombre a la misma criatura-. ¡Pa eso se la enseñamo!

Y, en coro, las cuatro mujeres rezaron en voz baja, en la enramada miserable donde las gallinas, de cuando en cuando, lanzaban un cacareo de protesta.

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