jueves

SYLVIA PLATH: PROZAC Y PAÑALES DESECHABLES


por Orlando Gallo Isaza
(Otro páramo / revista de poesía)

PRIMERA ENTREGA
Bajo el influjo del mutuo arrobamiento, se casarían en 1956. Inmersos como estaban en ese cuento de hadas literario, eligieron para su matrimonio una fecha cabalística: el 16 de junio (El Bloomsday, fecha en la que transcurre Ulises de Joyce). Ella lució el vestido rosa de punto que Aurelia le hizo, con una cinta en el pelo que le hacía juego y una rosa clara que le había dado Ted. Lloró cuando él le puso el anillo de oro en el dedo.
En Cartas de cumpleaños, Hughes ve así ese día:

Con tu vestido hecho de lana rosa
antes de que nada manchase nada
te colocaste ante el altar. Bloomsday

Lluvia -así es que aquel paraguas recién comprado
fue el único accesorio que yo tenía
en uso con menos de tres años.
Mi corbata -deslucida, sola, negro veterano de la RAF-
fue un desgastado símbolo de corbata.
Mi chaqueta de pana -tres veces teñida de negro, exhausta,
apenas lograba sostenerse.

¡Fui un útil yerno de posguerra!
No llegué a Príncipe-Rana. Quizás a Porquero
llevándose los sueños de alcurnia de esa hija
desde el fondo del futuro de atalayas, iluminado por los focos.

Ninguna ceremonia podía alistarme
fuera de ese uniforme. Llevé mi vestuario entero.
Excepto los pocos artículos duplicados y mínimos.
Mi boda, como la Naturaleza, buscaba esconderse.
Sin embargo, si debíamos casarnos
mejor hacerlo en la Abadía de Westminster. ¿Por qué no?
El Decano nos dijo que por qué no. Así aprendí
que pertenecía a una iglesia de parroquia.
San Jorge de los Deshollinadores.
Tuvimos que apretarnos para caber en la boda.
Tu madre, valiente incluso en la jugada
con Asuntos Exteriores USA,
hizo el papel de todas las damas de honor y de todos los invitados,
incluso -magnánimamente- representó
a mi familia
que no había oído nada de todo esto.
Sólo había invitado a sus antepasados.
Ni siquiera había confiado el que yo te raptase
a un amigo íntimo. Como padrino de boda -el escudero
que sujeta los anillos durante el acto-
solicitamos al sacristán. El colmo del ultraje:
estaba saturando de niños un autobús
para llevarlos al zoo -¡bajo aquel aguacero!
Los animales encerrados debieron tener paciencia
mientras nos casábamos.
Estabas transfigurada.
Tan esbelta y nueva y desnuda,
una ramita de lilas húmedas decía que sí,
temblando, sollozando de alegría, eras la profundidad del océano
colmada de Dios.
Dijiste que habías visto abrirse el cielo
y mostrar riquezas, prestas a caer sobre nosotros.
Levitando a tu lado, permanecí sometido
a un raro tiempo verbal: el futuro hechizado.

En aquel altar de entresemana, enjuto de ecos,
te veo
luchando por contener las llamas
en tu vestido hecho de lana rosa
y en las pupilas de tus ojos -grandes joyas cuyas facetas
eran lacrimosas llamas, pero en verdad grandes joyas
sacudidas en un cubilete de dados que me ofrecías a mí.
(“Un vestido de lana rosa”)
Los augurios para la pareja parecerían los mejores: jóvenes (Ted tenía 26 años y ella casi 24), bellos, brillantes, apasionados, con una obra en ebullición que empezaba a ser reconocida por la crítica y a la que aplicaban sus mejores energías. Una sombra sin embargo empezaba a cernirse sobre ellos cuando en julio de 1956 Sylvia escribe en su diario: “El mundo se ha vuelto tortuoso y amargo como un limón de la noche a la mañana”.
Viajan entonces por Francia y España. Regresan a Inglaterra y visitan Yorkshire, donde había nacido Ted, región escarpada y llena de leyendas celtas e historias de brujería. La tierra de las hermanas Brönte, a cuya casa hacen un paseo. Una región cargada de misticismo que aviva en Sylvia su sensación de ser clarividente y el gusto, compartido con Ted, por lo esotérico.
Se establecen luego en Cambridge, donde Sylvia debía terminar sus estudios en el Newnham College, en cumplimiento de la beca de la Fundación Fulbright que la había llevado a Inglaterra. Ambos continúan escribiendo, aunque para ese entonces Sylvia le daba prelación a la obra de Ted sobre la suya y dedica gran parte de su tiempo a pasarle sus manuscritos a máquina. Cuida la casa con el mismo ánimo perfeccionista con que lo enfrentaba todo y no exterioriza queja alguna, aunque en su diario de esos días habla de tener la mente “sepultada como un cadáver sucio bajo las tablas del suelo durante el último medio año preparando exámenes, apresuradamente, viviendo de cualquier manera en Eltisley, con poco dinero…un tiempo de parálisis”.
La elección de esta imagen de su estado depresivo resulta muy diciente, pues  el 24 de agosto de 1953 había permanecido dos días bajo las tablas del primer piso de su casa materna en Wellesley, tras ingerir un frasco lleno de somníferos que casi la llevan al deceso; experiencia descrita con detallada crudeza en La campana de cristal y que en el poema Señora Lázaro es la segunda muerte del personaje.
Aunque las presiones eran excesivas y a lo ya señalado se sumaba cierta estrechez económica, el amor seguía presidiendo la vida de la pareja. Continuaban escribiendo, aprovechaban la exuberante vida cultural de Londres, que incluía visitas al Museo Británico con sus exóticos tesoros de arte y arqueología, pero, sobre todo, disfrutaban de una cálida intimidad en el pequeño apartamento en Eltisley Avenue 55, en la zona de Grantchester Meadows, donde leyeron juntos, por aquellos días La Diosa Blanca, de Robert Graves, libro que les proporcionaría un rico arsenal de símbolos para sus propias obras.
La trashumancia había de continuar: Atravesarían el Atlántico debido a  la oferta hecha a Sylvia por el Smith College, en Northampton, Massachusetts,  lugar en el que había cursado sus primeros estudios universitarios dejando una estela brillante por su rendimiento académico, para dar tres cursos de inglés con un salario anual de 4.000 dólares. Podía así estar más cerca de Aurelia y resultaba también probable que Ted pudiera encontrar trabajo en Amherst o en la Universidad de Massachusetts. De otro lado, por esos días Ted había ganado el prestigioso premio del Poetry Center de la calle noventa y dos de Nueva York,  con un jurado de lujo: W.H. Auden, Marianne Moore y Stephen Spender, lo que le significaba arribar a América  en carruaje de triunfador, algo que para nada le disgustaba.
Por un poco más de dos años permanecerían en los Estados Unidos. La experiencia como profesora en Smith College fue desafortunada, en parte porque su propia exigencia le resultaba extenuante y en parte, porque se imponían sus necesidades creadoras sobre la inevitable disección que requería la docencia. De nuevo su perfeccionismo se le hacía un obstáculo para el éxito que tanto anhelaba  y de nuevo eso la sumía en la sombra y la parálisis.
Desertar de Northhampton y mudarse a Boston fue una decisión que les ocasionó algún tipo de enfrentamiento, pero que finalmente fue saludable para ambos. Allí Sylvia pudo asistir a los cursos de poesía de Robert Lowell, en los cuáles conoció a Anne Sexton, con quien se identificó de inmediato y cuyos poemas le resultaron reveladores por lo innovador de sus técnicas y el atrevimiento de sus temas; consiguió un trabajo de medio tiempo en el Hospital General de Massachusetts, escribiendo historiales clínicos y reanudó su tratamiento con la terapeuta Ruth Beuscher, experiencias éstas dos últimas ligadas a la escritura de uno de sus mejores relatos: Juanito Pánico y la Biblia de los sueños, una irónica fantasía sobre la mecanógrafa de un hospital, experta en sueños.
De aquel tiempo es su lectura de las obras de Virginia Woolf, D.H. Lawrence, Beckett, Ionesco, Freud, Tolstoi, Faulkner, Philip Roth y J.D. Salinger. Escribe nuevos relatos, actividad abandonada desde sus años como estudiante en el Smith College, cuando lo hacía habitualmente y con relativo éxito (el pago por la publicación de algunos de ellos le subvencionó muchos de sus gastos).
Deciden por entonces regresar a Inglaterra, tras un recorrido en el carro de Aurelia por todo el país. Cuando abordan el Queen Elizabeth, en diciembre de 1959, ya Sylvia se hallaba embarazada y tenía ante sí el inmenso Atlántico que atravesaría por última vez.
Se establecieron inicialmente en Londres. El reconocimiento a la obra de Ted seguía creciendo. Premios, invitaciones y publicaciones se sucedían interminables.
El primero de abril, poco antes de las seis de la mañana, nacería Frieda, en su casa, mediante un parto sin anestesia atendido por una comadrona hindú y una enfermera. Ted la acompañaba y en los días siguientes advirtió esperanzado que ser madre para Sylvia podía ser el comienzo del encuentro de su propio centro de gravedad, de la aceptación de sí misma. Casi un año después, tras un aborto espontáneo, Sylvia escribiría uno de sus más hermosos y sosegados poemas, a propósito del nacimiento de su hija:

El amor te puso en marcha como un opulento reloj de oro.
La partera le dio una palmada a las plantas de tus pies,
Y tu escueto alarido buscó un lugar entre los elementos.

Nuestras voces son ecos que amplifican tu advenimiento.
Estatua nueva. En un museo de succión, tu desnudez
Solidifica nuestro pacto. Nosotros estamos de pie,
Rotundos, lívidos como las paredes.

Como yo, la nube que destila un espejo para reflejar
Su propia y lenta huida con la mano del viento
Es también tu madre.

Toda la noche tus suspiros de polilla
Fluctúan aleteando entre las achatadas rosas rosadas.
Yo me levanto para escucharte.
Un mar lejano se mueve en mi oído.

Un chillido, y yo salto de la cama, pesada como una vaca florecida
En mi bata Victoriana.
Tu boca se abre limpia como la de un gato. La ventana cuadrada
Tiñe las descoloridas estrellas de blanco y se las devora.

Y ahora tú empiezas a practicar
las notas del pentámetro que conoces.
Las vocales puras ascienden como globos.
(“Canción matutina”)
La maternidad representó para Sylvia la posibilidad de matar uno más de sus miedos, el de ser estéril, pero, por otra parte, la sumió cada vez más en el papel de ama de casa y de señora Hughes, esposa del laureado poeta, lo que no debía dejar de ser un tormento para sus propias ansias de fulguración. A. Alvarez, crítico, admirador de la obra de Ted, y vecino de la pareja en Primrose Hill, describe una escena en el parque, patética sobre su estado de eclipsamiento:
“Ted bajó a preparar el cochecito mientras ella vestía al bebé. Yo me quedé un momento atrás, subiendo la cremallera del abrigo a mi hijo. Sylvia entonces se volvió a mí, nada efusiva de pronto.
-Me gustó mucho que eligieras aquel poema -me dijo-. Es uno de mis preferidos, aunque al parecer no le gustaba a nadie más.
Yo no entendía nada. No sabía de qué me estaba hablando. Se dio cuenta y me lo aclaró.
-El que publicaste en el Observer hace un año. Sobre la fábrica de la noche.
-¡Válgame Dios, pero si eres Sylvia Plath! -me tocó exclamar ahora-. Oh, lo siento. Sí, era un poema precioso.
“Precioso” no era el término adecuado, pero ¿qué otra cosa le dices a una joven ama de casa inteligente?”
Hay un nuevo intento (el último, por cierto) de los esposos Hughes para recomponer su vida al trasladarse a Devon, un lugar campestre ubicado a unas cinco horas al sureste de Londres, a una casa grande y antigua que le hizo decir a Sylvia: “Mi espíritu se ha expandido inmensamente… ya no tengo aquella angustiosa sensación de acoso que sentía en todos los sitios pequeños en los que he vivido antes”. (Resulta natural evocar el poema “La ciudad” de Cavafis).
En verdad, aunque la actividad física era superior y Sylvia estaba embarazada de nuevo, le quedaban energías para escribir abundantemente. Muchos de los que serían los poemas de Ariel, su libro póstumo, se fraguaron allí. La vetusta casa, la vieja iglesia con su cementerio y las ruinas del entorno enriquecieron su imaginería: la luna, los espejos, los paisajes siniestros, las piedras, las flores, las sepulturas, resultaban precisos para su espíritu melancólico  De esta época data, entre otros, La luna y el tejo, un poema paradigmático en su obra.
Estaba culminando también la que sería su única novela: La campana de cristal. Claramente autobiográfica, impregnada del tono de The Catcher in the rye, de Salinger, a quien Sylvia admiraba, la novela fue publicada en vida suya, pero bajo el seudónimo de Victoria Lucas, en un empeño por proteger a su madre de la impresión que pudiera provocarle la descarnada descripción de la tentativa de suicidio con somníferos de Esther Greenwood, la protagonista, y, en general, de la apesadumbrada visión del mundo que comunicaba, tan diferente al que ella misma le planteaba en su correspondencia.
Tras el nacimiento de Nicholas, el 17 de enero de 1962, la vida de Sylvia entró en la recta final. Todo se fue derrumbando alrededor suyo, salvo la poesía (en 1962 compondría casi todo Ariel). Se enteraría en agosto del romance de Ted con la escritora Assia Gutman, del que ya tenía serias sospechas que ocasionaron múltiples escenas de celos y riñas, atenuadas paradójicamente con la confirmación del idilio. De inmediato comenzaron a hablar con un abogado de Londres para tramitar el divorcio. En octubre, Ted se marcharía de Devon, dejando atrás los asfódelos, las secundinas, las manzanas en el huerto, el sueño de un Edén:
Te traje a Devon. A la tierra de mi ensueño.
Te llevé sonámbula
a la tierra de mis tótems. El país de Nunca Jamás:
al huerto del oeste.

                                 Luché
con las mantas, los amnios y el cordón umbilical
y te quedaste conmigo
galante, desesperada y llena de esperanza,
intentando oír a dioses distintos, despojándote
de tu realeza americana, prenda a prenda-
Hasta que pisaste, desnuda hasta el alma y afectada,
este pasillo adoquinado y sin cuadros
camino a un camposanto…

¿Qué bifurcación equivocada
habíamos tomado? En ese huerto sombrío
bajo un techo calado, yacimos escuchando
cómo nuestra casa parroquial se pudría como un ataúd
hundiéndose entre las malas hierbas. ¿Qué pensaste de ello
cuando te sentabas sola a tu mesa de olmo
mirando una blanca hoja de papel en blanco
silenciosa ante tu máquina de escribir, escuchando
el gotear del techo de paja con goteras, el murmullo de la lluvia,
mientras mirabas aquella iglesia hundida, y los techos
de pizarra entre la bruma lluviosa, marea baja,
reluciendo a flote…

Y esto era lo que habíamos escogido finalmente.
Recordándolo, lo veo como una burbuja:
gente extraña en una cerrada brillantez,
riéndose y llorando sin sonido,
mirando lánguidamente desde la transparencia
a la desolación. Una foto de bodas lluviosa
sobre una tumba extranjera, entre lirios.
Y justo debajo, invisibles, los auténticos huesos
experimentándolo todo aún.
(“Error”)
La mudanza a Londres se produjo a mediados de noviembre. Llegó a  considerar la posibilidad de irse a España, pero el cuidado de los niños en un nuevo país le pareció complicado. Los vientos helados anunciaban el que sería un crudísimo invierno. Encontró un apartamento muy cercano al que había ocupado con su esposo en Primrose Hill, justamente ubicado en el piso superior de la que fue la casa de Yeats. No dejaba de haber en ello cierta ironía, pues cuando con Ted exploraron y disfrutaron los temas paranormales, hablaban de sí mismos como los esposos Yeats.
Todavía escribiría “Ovejas en la niebla”, “Los bailes nocturnos”, “Muerte S.A.”, “Carta de noviembre”, “La canción de María”, “Años”, “Tótem”, “El paralítico”, “Los maniquíes de Munich”, “La bondad”, “Palabras”, “Magulladura”, “Los globos” y el que sería su último poema, “Filo”:
La mujer está concluida
El cuerpo
muerto muestra la sonrisa de la realización,
en los rollos de la túnica fluye
la ilusión de una necesidad griega,
Los pies desnudos parecen decir:
hasta aquí hemos llegado, se acabó.
Cada niño muerto se enroscaba, serpiente blanca,
ante una jarrita
de leche, que ahora está vacía.
Ella los ha plegado
de nuevo a su cuerpo como pétalos
de una rosa cerrada cuando el jardín
se tensa y las hondas gargantas dulces
de las flores nocturnas sangran aromas.
La luna, que mira desde su capucha de hueso,
no tiene por qué entristecerse.
Está acostumbrada a estas cosas.
Sus moretones crujen y se arrastran.
Hacia las seis de la mañana del once de febrero de 1963, subió a la habitación de los niños y les dejó un plato con pan y mantequilla y sendos jarros de leche por si despertaban con hambre antes de las nueve, hora en que debía llegar la nueva niñera. Después se desplazó hasta la cocina y, tras tapar las hendiduras lo mejor que pudo con paños, metió su cabeza en la estufa y abrió la llave del gas.
En efecto, a las nueve llegó la niñera. Tocó con insistencia la puerta. Hizo una llamada a la agencia de empleos para confirmar la dirección. Volvió a golpear. En circunstancias normales, el hombre que habitaba el primer piso debía escucharla y podría franquearle la puerta, pero, al parecer, el gas se filtró hasta su cuerpo y le hizo dormir más profundamente. Sólo a las once, cuando llegaron unos albañiles a reparar las instalaciones congeladas y forzaron la cerradura, todavía tibio, encontraron el cadáver. Junto a él una nota con el nombre, dirección y teléfono de un médico. Sylvia había previsto (como rezaba Lady Lazarus) casi todo para que aquello pareciera real. Sólo que esta vez, el destino lo hizo real.
Las fotografías suyas que se conservan y se han hecho públicas pertenecen a la iconografía del siglo XX. Podemos verla allí, de meses, chupándose el pulgar en un día de campo; o, ya un poco mayor, acurrucada, agitando las aguas en la playa de Winthrop; o  sentada en el porche, larguirucha, enfundada en su uniforme de bachillerato elemental; o circunspecta y sonriente en alguna graduación; o recostada con Ted, en un sofá, leyendo algo juntos en la casa de Boston;  o, con el pelo recogido, cargando a Nicholas, en el jardín de Devon. Nada en ese rostro, nada en ese cuerpo, dice nada acerca de por qué el futuro no podía ser suyo.
Como en el caso de los jóvenes héroes homéricos, su muerte la hizo bella y valerosa para siempre. Su sacrificio pudo haber alegrado a los dioses y depararle su amistad en el Olimpo. También pudo ser un regalo suyo a los hombres: la entrega de la más refinada perfección de su arte.
Pero también es inevitable que nos asalte la sensación de que las circunstancias se confabularon en su contra y de que tal vez si su padre no hubiera muerto tan prematuramente; si las exigencias de su educación no hubieran sido tan extremas; si su espíritu perfeccionista no hubiera sido tan acendrado; si el éxito literario le hubiera llegado un poco antes; si Ted no hubiera sido escritor sino un amable tecnócrata  que admirara, sin comprenderlo, su trabajo; si para su tratamiento contra la depresión no se hubieran utilizado los brutales electroshocks y los somníferos sino el más efectivo prozac, el compuesto de fluoxetina descubierto mucho después; si la industria ya hubiera producido en serie los pañales desechables que le habrían evitado tener que lavar  los de sus hijos con la gélida agua londinense; si en vez de Londres hubiese escogido el más benigno invierno español para la última mudanza; de que tal vez si…
Gracias a Ted, gracias a la publicación de sus Cartas de Cumpleaños, podemos comprender el inmenso dolor de su supervivencia y atenuar el rol de único culpable que se le ha querido atribuir:
…Diez años después de tu muerte
encuentro en una página de tu diario, como nunca antes,
el impacto de tu alegría
al saber todo aquello. Luego el impacto
de tus rezos. Y bajo esos rezos el pánico
de que tales rezos no creasen el milagro,
y luego, bajo el pánico, la pesadilla
que llegó rodando para aplastarte:
tu alternativa -la vieja e impensable
desesperación y una agonía nueva
revueltas en un infierno familiar.

De repente leo todo eso-
tus auténticas palabras mientras salían flotando
de tu garganta y lengua para plasmarse en la página.
Exactamente cuando tu hija, ya hace años,
entrando sin rumbo, mirándome a la cara,
ofuscada,

donde yo trabajaba a solas
preguntó de repente, en el silencio de la casa:
“Papá, ¿dónde está mamá?” El helado terreno
del jardín lo desgarraban mis manos.
A mi alrededor el gigante reloj de escarcha
de aquella medianoche. Y algo dentro,
en alguna parte, esperando no sentir nada.
Un pulso de fiebre. En algún lugar
dentro de la tierra entumecida
nuestro futuro intentando acontecer.
Alcé la mirada -como deseando alcanzar tu voz
con todo el urgente futuro
que me ha estallado dentro. Entonces miro atrás
al libro de palabras impresas.
Levabas diez años de muerta. No es sino un relato.
El nuestro.
(“Visita”)
Gracias a este último libro, casi un testamento, de Ted Hughes, pero también gracias al diario, a las cartas, a la novela y a algunos de los poemas de Sylvia, podemos además entender que, por momentos, en medio del lúgubre cieno, refulgió, como una joya antigua, el milagro de la vida.
Noticia biográfica
Orlando Gallo Isaza nació en Medellín, en 1959. Es abogado de la Universidad de Antioquia. En 1984 publicó su primer libro de poesía, Siendo en las cosas (JJWJ Editores); obtuvo el 2.º puesto en el V Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia del año 1983, con Los paisajes fragmentarios, publicado en 1985 por esa misma institución; su libro La próxima línea talvez mereció el Premio Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus en el año 1990 y fue publicado por la Gobernación de Norte de Santander. Poemas suyos han aparecido en varias antologías. La Colección de Autores Antioqueños de la Gobernación de Antioquia editó en 1996 su poesía reunida bajo el título Siendo en las Cosas; en ese año, fruto de una beca de creación del Instituto Colombiano de Cultura, escribió Todas las cosas es lo único que dejamos, libro publicado en 1999 por la Editorial Universidad de Antioquia. Desde el año 2007 se desempeña como magistrado del Tribunal Superior de Medellín.

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