lunes

CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE) 100 - LOS CANTOS DE MALDOROR


CANTO CUARTO

3 (1)

Una horca se levantaba sobre el suelo; a un metro de este, estaba suspendido por los cabellos un hombre, con los brazos atados a las espaldas. Le habían dejado las piernas libres para acrecentar los sufrimientos, y para hacerle desear cualquier cosa que fuera lo opuesto a la atadura de los brazos. La piel de la frente estaba tan tensa por el peso del colgado, que su rostro, perdida por las circunstancias su expresividad natural, se parecía a la concreción pétrea de una estalactita. Había pasado tres días sufriendo ese suplicio. Clamaba: “¿Quién me desatará los brazos? ¿Quién me desatará los cabellos? Me desarticulo con movimientos que sólo logran que la raíz de los cabellos se separe cada vez más de mi cabeza; ni la sed ni el hambre son las causas principales que me impiden dormir. Es imposible que mi existencia prolongue su duración más allá de los límites de una hora. ¡Ojalá alguien me abra la garganta con un guijarro filoso!” Y cada palabra era precedida y seguida de intensos aullidos. Me precipité desde atrás del matorral donde estaba escondido y me dirigí hacia el fantoche o trozo de tocino que se encontraba colgado. Pero hete aquí que del lado opuesto llegaron bailando dos mujeres borrachas. Una llevaba una bolsa y dos látigos de tiras de plomo; la otra, un barrilito lleno de alquitrán y dos pinceles. Los cabellos grises de la más vieja flotaban al viento, como los jirones de una vela desgarrada, y los tobillos de la otra sonaban al chocar entre sí como los coletazos de un atún en la toldilla de un barco. Sus ojos brillaban con llama tan negra e intensa, que no creí al principio que esas dos mujeres pertenecieran a mi especie. Se reían con aplomo tan egoísta y sus rasgos inspiraban tanta repugnancia, que no dudé un solo instante de que estaba en presencia de los especímenes más horrorosos de la raza humana. Volví a ocultarme detrás del matorral, y me estuve muy quieto, como el acantophorus serraticornis que sólo muestra la cabeza fuera del nido.  Ellas se acercaban con la rapidez de la marea; aplicando el oído contra el suelo, el sonido claramente perceptible me traía las líricas sacudidas de su marcha. Cuando los dos orangutanes hembras llegaron bajo la horca, resoplaron durante algunos segundos, y exhibieron mediante ademanes grotescos, la magnitud realmente notable de la estupefacción que experimentaron al comprobar que nada había cambiado en esos lugares: el desenlace de la muerte, conforme a sus deseos, no había sobrevenido. Ni siquiera se dignaron levantar la cabeza para averiguar si la mortadela seguía en el mismo lugar. Una dijo: “¿Es posible que todavía respires? Tiene el cuero duro, esposo bienamado.”

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